Gracias a la vida

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Para mí, el primer semestre de 2020 inició saltando en un avión para volar dos mil ciento once mi­llas de distancia hacia la República Dominicana y hacia la pequeña comunidad de Palo de Guerra: el programa Encuentro Dominicano. Una vez allá y sentada en el autobús de la Misión ILAC, le dije a mi pana Ali que me sentía muy nerviosa y emocionada al mismo tiempo. Tenía miedo de lo que estaba a punto de ver y experimentar, así como asustada por vivir en una casa con ha­blantes nativos de español.

Me preguntaba: ¿mis pocas ­semanas de clase intensiva de espa­ñol con el profe y mi educación primaria podrían sacarme a flote a través de esta experiencia y permitirme comunicarme con los que me rodean? La respuesta fue… ¡sí! Des­cubrí que, además de comunicarme con la gente de Palo de Guerra, tenía nuevos amigos y hasta una segunda familia.

En mi tiempo en Palo de Guerra hice de todo: desde aprender a cons­truir un acueducto hasta montar un burro, pasando por ver una pelea de gallos, echarme agua, bailar en la casa de Rosita, jugar dominó y tomar té bajo un cielo lleno de es­trellas.

En el campo, me di cuenta de que podemos encontrar la felicidad en las pequeñas alegrías de cada día. La vida de nadie es siempre perfecta, pero ellos hacen su propia versión de perfecto. Durante mucho tiempo he construido muros para protegerme de las heridas. Cuando conocí la comunidad de Palo de Guerra caí en la cuenta de que estaba haciendo todo, menos proteger­me. Comprendí que estar segura era mantener fuera toda la alegría y la belleza en mi vida. En mi tiempo con la comunidad me enseñaron a amar, a encontrar gozo y me ayudaron a apreciar muchas cosas que había perdido de vista.

Amor. La comunidad de Palo de Guerra no se detuvo a la hora de manifestar y expresar su amor por nosotros. Su apertura para mostrar sus signos de amor me enseñó que, aunque el amor es aterrador no debe ocultarse por temor a la posibilidad de ser herido. Ahora sé que ninguna cantidad de dolor debería impedir­me expresar mi amor por los que me rodean. Ahora sé que el amor tiene el poder de lastimarme y, también, tiene el poder de abrir mis ojos y mi corazón a lo maravilloso.

Alegría. Algo que no había visto desde una dificultad, el otoño pasado. Me consumió el fracaso, pero la gente de Palo de Guerra me enseñó que la alegría viene en todas las formas y tamaños. La alegría no necesita ser nada grande: es algo tan simple como volver a la casa en el campo, por la noche, de la mano con mi padre anfitrión. Y cantar, mientras regresábamos, en la tranquilidad de la noche: “Adiós con el cora­zón, que con el alma no puedo…”.

Apreciación. Muchas veces, en la vida me resulta fácil olvidar lo bendecida y afortunada que soy. Me siento tan cómoda con mi vida y mis pertenencias, que olvido que no todo el mundo vive como yo. Es fácil perder el aprecio por las cosas que parecen “comunes o normales”, como el agua corriente. En Palo de Guerra era duro ver cuál era la rea­lidad para los miembros de la comunidad, con respecto a la estabilidad del agua. Fue desgarrador ver y re­flexionar sobre la poca agua a la que la comunidad tenía acceso, y eso me hizo valorar más todo lo que es parte de mi vida.

Siempre estaré agradecida de Palo de Guerra. Nunca podré pagar todo lo que esta comunidad me ha enseñado y cuánta alegría ha traído de vuelta a mi vida. Me gustaría terminar este trabajo con una frase que estaba en un letrero, al momento de despedirnos de nuestras familias, ya que siento que resume muy bien mi experiencia: “Doy gracias a la vida por haberte conocido y más gracias a ti, por ser una gran amiga”.

 

La autora es estudiante del

programa Encuentro Dominicano, de Creighton University.

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