Fariseo y publicano

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Nuestra cultura individualista, nos lleva a crisparnos sobre nues­tros logros y méritos. Sin duda que nos fortalece el reconocer modestamente lo alcanzado con esfuerzo. Pero nuestros logros pueden lanzarnos por dos despeñaderos: el creernos mejores y el despreciar a los demás.

Jesús lo señala en el Evangelio de hoy (Lucas 18, 9-14) al predicarles “a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.

En la parábola que Jesús narra, encontramos a dos hombres en el templo. El fariseo, se colocó adelante en el templo, oraba de pie y se dirigía a Dios para darle gracias por su propia bondad y de paso informarle: “yo no soy como los demás hombres, ladrones, injustos y adúlteros.

En el fondo del templo estaba un publicano, es decir, un odiado co­brador de impuestos al servicio del Imperio Romano. Sin levantar la cabeza, golpeándose el pecho, como señalando un corazón de don­de ha salido tanta maldad, apelaba a la misericordia de Dios: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. El publicano regresó a su casa justificado.

Jesús saca la lección: “el que se enaltece, será humillado, y el que se humilla, enaltecido”. ¡Cuánto gana­ríamos en calidad de vida nacional y familiar, si todos, reconociéramos con sinceridad en qué estamos fa­llando!

Un ejemplo: República Domi­nicana se ha ganado justamente el cariño de los que la visitan. por su hospitalidad. Gloriémonos de la amabilidad de nuestro pueblo y re­conozcamos nuestra necesidad urgente de orden, educación y sanción en aspectos fundamentales de la vida ciudadana. ¿Qué sería de nuestro país si dispusiéramos adecuadamente de nuestra basura? ¿Cómo podremos progresar si nuestra justicia no mejora radicalmente? Ante los muertos por accidentes de tránsito, tenemos que bajar la cabeza. Con las manos aplaudimos peloteros, con esas mismas manos podemos construir un país mejor.

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