¿En qué creen los que no creen y dónde encuentran la luz del bien?

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ÚLTIMA PARTE

Al formular a Umberto Eco las interrogantes planteadas en torno a la fundamentación última que confiere a su obrar quien no profesa una determinada creencia, lo hacía reconociendo el hecho de que en muchos ámbitos de actuación cre­yentes y no creyentes desarrollan acciones conjuntas  y convencido, por su dilatada experiencia pastoral, de que es muy importante que exista un terreno común de encuentro entre unos y otros, a fines de que podamos colaborar juntos “en la defensa del hombre, de la justicia y de la paz”.

En este aspecto, un común denominador del cual se ha partido siempre, es la visión compartida entre creyentes y no creyentes en torno a la defensa de la dignidad de toda persona humana como una especie de fundamento que orienta la acción, es decir, el convenci­miento compartido de que el ser humano, citando a Kant, “nunca podrá ser tomando como un medio sino como un fin” o, dicho de otro modo, que “las cosas tienen precio y la persona dignidad”.

La constatación de lo anterior, no impide, sin embargo, plantearse la pregunta que el Cardenal Martini  formula a Eco con su habitual hondura: ¿qué cimenta, en efecto, la dignidad humana sino el hecho de que todos los seres humanos están abiertos hacia algo más grande y más elevado que ellos mismos? Y es que, sólo de este modo, se evitaría que la ética quedara atrapada en moldes intramundanos y se le garantice una legitimidad trascendente.

La respuesta de Eco a la densa interrogante del Cardenal Martini es también de una hermosura y profundidad singular. Como buen experto en filología, es decir, familiarizado continuamente con el estudio de las palabras, refiere que uno de los temas que le ha preocupado siempre a nivel de su especialidad, es saber si existen “universales semánticos”, es decir, realidades que todos los seres humanos estamos de acuerdo en denominar de la misma manera, reconociendo que, en efecto, todos tenemos una misma noción de lo alto y de lo bajo, de derecha o de izquierda, del caminar o el estar de pie, del ver, el oir, el comer o el beber lo mismo que el percibir, el recordar, sentir alegría o tristeza, placer o dolor.

Es decir, existe una especie de vínculo esencial que configura nuestra común humanidad par­tiendo de nuestra corporalidad y nuestras emociones. Como afirma Eco: “la dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás. Cualquier ley, por moral o jurídica que esta sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien la impone… son los demás, es su mi­rada, la que nos define y nos conforma… nosotros (de la misma for­ma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos ca­paces de comprender quién somos sin la mirada y la respuesta de los demás”.

No obstante, la conciencia de la importancia de los demás no es suficiente para proporcionarnos una base absoluta ni unos cimientos inmutables en lo que respecta al comportamiento ético, pues los mismos no impiden a muchos creyentes “pecar sabiendo que pecan”. “La tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien”, pero reconoce que para una persona que no haya tenido una noción de la trascendencia o la haya perdido “lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido”.

Llaman particularmente la atención sus reflexiones en torno al hecho de que la vida de Cristo, aún para el no creyente, puede ser un modelo de inspiración. Visto incluso desde una perspectiva natural, su encarnación “no cesaría de turbar y hacer mejor el corazón de quien no cree”.

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