Los dominicanos le tememos a la soledad y al silencio. Imposible estar sin alguien a nuestro lado. Al que aprecia la soledad algunos lo tachan de loco o antisocial. Impensable, por igual, estar solos, apenas disfrutando al viento; es tan difícil, que encendemos el televisor sin verlo, conformándonos con escucharlo.


Este comportamiento, aunque tiene algo de positivo, no es el adecuado para que una sociedad se organice y avance. Lo justifico por nuestra naturaleza caribeña, alegre, inmediatista, ruidosa y sana en el fondo y en la superficie.


Así las cosas, se me ocurrió que desde la llegada de los españoles hace más de 500 años estamos contagiados con el Síndrome de la Muchedumbre, el que, sin dudas, es perjudicial. Esta atípica enfermedad

provoca el deseo desproporcionado de querer estar siempre reunido, acompañado eternamente, con la consecuente bulla.
Entre los síntomas está la fobia a la soledad, a no soportarnos a nosotros, a no tolerar ni siquiera un minutito en paz con uno mismo, como si no aguantáramos nuestra imagen u olor, hablando con voz alta, en competencia con el otro, todos al unísono, porque lo que importa es que suene algo estridente.


Se ha detectado, gracias al Síndrome de la Muchedumbre, que nos llena de miedo conocer nuestra esencia, nuestra espiritualidad, nuestro yo profundo. Y que preferimos ser más que espectadores en un teatro con mucho público, donde la apariencia es la principal actora. Nos encanta estar con las bocinas altas, revolcarnos en las redes sociales, en las fotos retocadas, en el baile absurdo y la música escandalosa.


Y nos esforzamos por disfrazar nuestros complejos y debilidades amparándonos en la masa y en el roce con los fantasmas, con el punto a nuestro favor de que, con quienes estamos, hacen lo mismo, surgiendo así la cultura del autoengaño. El Síndrome de la Muchedumbre en sí es desastroso. Evita que destruyamos los monstruos que devoran nuestra condición humana, libre y trascendente.


No soportamos estar solos, contemplar la naturaleza con la boca cerrada, escuchar los latidos de nuestro corazón y los suspiros de nuestra conciencia. Y le huimos a la calma, prefiriendo el huracán a la suave brisa. Y optamos porque exploten nuestros tímpanos a abrazar la paz, a que nos revisemos sin pasión y sin presión, a que nos admiremos y amemos como somos, luchando en todo momento por superarnos.
Busquemos nuestros momentos de soledad y de meditación, valoremos el silencio como un don que nos hará mejores ciudadanos, que es la correcta manera de vencer el Síndrome de la Muchedumbre. Lo triste es que no conozco doctores especialistas para enfrentar este mal. Parece que la cura depende solo de nosotros

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