El amor que da paz

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Amor y paz son temas neurálgicos en el entramado que forma al ser hu­mano e hila la historia, sin em­bargo, parecería que hay mo­mentos donde la humanidad, los líderes mundiales, na­cionales o locales o quienes van marcando las pautas de la marcha del mundo, corren el riesgo de olvidar la importancia tanto de uno como del otro.

En el momento actual, como que nos hemos quedado mudos y nada tiene que ver con el hecho de que se va convirtiendo en cultura que todos llevemos mascarillas, sino porque el mundo llevaba un ritmo frenético, cual tren sin control y se hablaba tanto que se había perdido la costumbre de escuchar. Un mundo que había confirmado la superación del primiti­vismo, un mundo henchido de cono­cimiento, que se las “sabía todas”, di­rían los mozalbetes; incluso algunos filósofos llegaron a anunciar: “Gott is tot-Dios ha muerto” y entonces surge el imperativo de llenar un vacío tan relevante en el interior del ser huma­no y, quien “mató a Dios”, se propone para ocupar su lugar y proclama la necesidad del “übermensch-superhombre” (Friedrich Nietzche). Mien­tras esto se ejecutaba en el día a día, en el breve período de 4 meses, la inteligencia humana ha ido quedando atrapada en “agujeros negros”, y no necesa­riamente los del universo.

Newton, Einstein, Copérnico, Hawking sonríen desde más allá del espacio sideral, que tanto desearon comprender y explicar, y nos repi­ten una y otra vez, que la tierra sigue girando, queriendo tomar el dedo de los científicos y colocarlo sobre la so­lución aún desconocida. Los genios más que inventar, utilizan su sabidu­ría para hacer manifiesta la obra de Dios.

Cuando a Miguel Ángel Buona­rroti le preguntaron sobre el David, en la Galería de la Academia: “¿Cómo puede hacer a partir de un bloque de mármol algo con tanta belleza?”. Él respondió: “David ya estaba ahí dentro, yo simplemente retiré del bloque de mármol, todo lo que no era necesario”. Lo divino. Lo sublime. El arte. La cercanía de Dios. Desde el más allá, la visión es muchísimo más am­plia, pero solo el Hijo de Dios tiene acción directa desde el cielo en la tie­rra (Lc 16,19-31) y ya quisiera algún iluminado aparecer en los titulares del The New York Times, CNN, la BBC, XINHUA, explicando porqué el mun­do se detuvo, mientras está­bamos entretenidos con las nuevas propuestas de Netflix.

A decir verdad, en este momento existe la sensación generalizada de que la humanidad está en modo “Par­king” (P), pero no; Heráclito de Éfe­so, seis siglos antes de Cristo nos confirmó que “todo fluye” y precisamen­te Jesucristo nos enseñó que tener esperanza y fe, es ir siempre con la vista puesta en la línea del horizonte, sin importar que Juan Luis Guerra diga que la “guagua va en reversa” y que se inquiete por saber “¿a dónde va el ordeño de la vaca?”; pero adelantó la respuesta y él mismo la dio sin pensarlo dos veces: “Al bidón de las promesas”; le creo más cuando, con su agitado ritmo caribeño, le in­siste a científicos, gobiernos, economistas, soció­logos, psicólogos, orientadores, psiquiatras, médicos, enfermeras, políticos, sacerdotes, educado­res, ingenieros: “tira la palanca y en­dereza”, porque es lo que necesita el mundo hoy más que ayer.

Se hace urgente buscarle res­puestas a millones de personas que dependen de cada una de esas especialida­des en el mundo, para tratar de explicarles qué está pasando desde que entró el año 2020. ¡Al mundo le falta la paz y no precisamente por la existencia de guerra, sino porque está lleno de temor, miedos y desamor! El Papa Fran­cisco lo dijo a todo pulmón en la Vigilia de Pascua de este año, cuando pidió: “Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el ­comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles”. Wow. ¡“Tiro al blanco”!

Lo cierto es que tampoco se necesitaba del Covid-19 para que nos dié­ramos cuenta que el mundo se está arrugando por la falta de amor. En algún momento de la historia, el bienestar económico em­pezó a desfilar en alfombra roja, en las galas de la humanidad y, en esa misma proporción, fue haciéndose manifiesta la ausencia del amor donado (Ágape) y sonó el piano de cola entonando la marcha nupcial, marcando el compás del inicio de la ceremonia matrimo­nial entre el dios Eros (amor erótico) y el dios Pluto (la riqueza) y, en el momento más álgido de la sinfonía, se ausentó la paz.

No le creímos a San Pablo cuando, con el más bello himno que mano hu­mana jamás haya escrito, nos trató de convencer que el amor “todo lo excu­sa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1Cor 13,7). Es el modo más hermoso, poético y cristiano de decir que el amor es hermano gemelo de la paz.

Lo que sí ocupó espacio en The New York Times fue el titular: “Una nueva crisis de la Covid-19: aumenta la violencia doméstica a nivel mun­dial”. No es “la Covid-19”, es la falta de amor, porque donde no hay amor, la paz, muleta en mano, cual buen torero, cede el paso a la violencia.

Frente al descontrol sanitario mundial, se hace necesario promover la “pandemia” del amor; dejarnos contagiar por el amor que produce paz. Seguramente el amor no será la medicina que fulmine de una sola dosis el coronavirus, pero sí tiene los efectos suficientes para silenciar el egoísmo, el individua­lismo y los inte­reses mezquinos, que nos han empujado hasta donde un virus ha estacionado la nave del mundo y servirá también de remedio contra los que especulan en tiempos de crisis, los que maltratan al enfermo, al adulto mayor, al niño y quienes utilizan la pobreza de los demás para enriquecerse.

El amor produce paz cuando los médicos salen de su comodidad y seguridad a socorrer a los enfermos en tiempos de pandemia, sin importar su especialidad, ejerciendo su sacerdocio; cuando los sacerdote se las ingenian para que a los fieles a ellos confiados no les falte la asistencia espiritual, ejerciendo su vocación; cuando el comercio se coloca al lado de la humanidad amenazada, ejerciendo su servicio; cuando los economistas comprenden que están para administrar y asegurar que los recursos lleguen a todos, ejerciendo su conocimiento; cuando los políticos se empeñan en ayudar sin distinción, ejerciendo el Bien Común; cuando los esposos se entregan para hacer feliz al otro, ejerciendo su don; cuando todo lo que se hace, produce paz tanto interior como en el entorno, cultivando tranquilidad.

San Juan Pablo II, lo resumiría así: “El amor es mirar al otro, no para servirse de él, sino para ser­virlo”.

Permítanme recalcar: el fruto del amor es la paz, porque el aisla­miento, la soledad, el confinamiento, el encierro, el egoísmo, el individualismo producen tristeza y depresión, mientras que amar, creer, encontrarse, compartir, estar en familia, vivir en una comunidad de hermanos produce plenitud, paz y la felicidad duradera.

Los cristianos de la Primera Pascua confirmaron desde el mismo momento de la Resurrección que tener a Jesús en sus vidas, vivir con sencillez de corazón, orar juntos y compartir los bienes que poseían, les hacía alegres y además les granjeaba el favor, la simpatía y la admiración del pueblo (Hech 2,42), extrañamente, nada que ver con lo material; tal vez fue esa la intuición que tuvo Antonie Saint-Exupéry, cuando hace exactamente 77 años, el recién pasado 6 de abril, escribió una de sus frases más célebres: “On ne voit bien qu’avec le coeur. L’essentiel est invisible pour les yeux-Solo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible a los ojos”.

El Principito comprendió que el corazón es la cuna donde se fragua el amor; el amor da el verdadero sentido a la vida y la vida, ofren­dándola día a día, da la paz.

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