Desde que recuerdo

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Todas las hijas de María vestidas de blanco, con sus cintas azules al cuello, con la medalla de la Virgen Mila­grosa. (Estas prácticas aca­rrearon algunas dificultades a los Padres canadienses, Mi­sioneros del Sagrado Co­ra­zón, de Licey; como no do­minaban las preposiciones del castellano, invitaban a las muchachas a venir en cinta (en vez de con cinta). Gracias a Dios, las jóvenes se reían y corregían la expresión que en ese tiempo era la forma común para decir em­-barazada). A pesar del res­peto, se hacían bromas acerca del modo como los Padres canadienses pronunciaban algunas palabras (la gente decía que cuando invitaban a mandar los niños a la doctrina, sonaba muy semejante a letrina…).

Los cruzaditos también íbamos de blanco, con nuestras capitas de raso, azul añil; se amarraban bajo el cuello con dos cordones terminados en una bolita metá­lica en forma de cascabel.

Eran inolvidables las fiestas de la Reina de los Ángeles. Aunque no me tocó verlas en su antiguo esplendor, recuerdo la capilla repleta de gente, incluso por fuera, y aquel canto potente, devoto, en labios de la multitud: “Vos que sois la Poderosa, en gloria tan inefable, ruega a Cristo por nosotros, Reina Augusta de los Ángeles.” Destacaban en el canto Sulín Méndez, hermano de mi abuela materna, alguna de mis tías y las jóvenes Mori­llo, entre otros. Estas fiestas se celebraban en completo orden, debido a la gran de­vo­ción y también al respeto que le tenían al Padre Carlos Tomás Bobadilla.

En Licey se celebraba con cierto esplendor la fiesta del Corazón de Jesús, que había empezado desde que Julia Estévez (Yuya) llevaba el cuadro con la imagen del mismo al almacén de tabaco en que inicialmente se celebraba la Misa. No se olvide que el conocido himno al Corazón de Jesús salió de Licey, pues es de la autoría de la profesora María Ramí­rez: “Sagrado Corazón de Jesús, viva llama de amor y de luz; amigo tierno de Beta­nia, Maestro modelo de virtud. Reina, reina, Jesús para siempre…”

Recibíamos la catequesis de Beatriz, mi tía, de Juanita Bretón (la de Agustín) y de otras damas. Juanita acostumbraba dar en premio dulces de batata a quien respon­diera bien; y yo, gracias a Dios recibí bastantes.

 

El 7 de octubre de 1952, fiesta de la Virgen del Rosa­rio, a mis cinco años de edad hice la primera Comunión. Me vistieron de blanco para llevarme a la iglesia del Ro­sario, en Moca, pero como había llovido mucho, Beatriz tuvo que cargarme como un kilómetro de camino de tie­rra, para sacarme a la carre­tera, desde donde iríamos en un vehículo. ¡Cuánto trabajo pasaron con uno!

Ese día, la iglesia estaba repleta de gente, con un gran grupo de primera comunión. Era como un sueño todo aquello. Después de la Misa, desfilamos por la ciudad con la banda de música, y luego nos formaron en filas en la parte contigua a la iglesia, en el parque. El Padre Bobadi­lla nos brindó tremenda pa­leta (helado) a cada uno. Después me llevaría Beatriz a sacarme la foto de rigor, con mi devocionario y mi vela (ajenos, por supuesto). Ésta, no podía quedar muy bien, no a causa del fotógrafo sino de mi hinchazón; según dicen, había sufrido de una gran infección intestinal, y andaba bastante hinchado, con la cara abotagada, casi como una luna llena. Andaba por ahí alguna foto de ese día. Pero creo que para mi bien, ya no queda ninguna…

El trabajo de los varones era en el conuco, el de las hembras en la casa, al modo tradicional. Siendo yo el ma­yor de todos, mi trabajo sería para aliviar en algo la carga de Papá. Y algo hacía yo con el machete, si bien es verdad que me tentaba la sombra…

 

Había que cargar leña para la cocina y para hervir la ropa. En caso de necesidad se usaba hasta tallos de tabaco, pero era difícil so­portar el humo que produ­cían. Yo cargaba principalmente pencas de coco del cocal de Ramón Diplán, a buena distancia de casa. Cuando regresaba a casa cargado de esta leña, y tiraba el paquete al suelo, el pescuezo buscaba de nuevo su lugar, pues parecía que se había hundido un poco. Y el mío no era propiamente el de un boxeador fornido; por algo me dirían mis hermanas pescuecito de violín. (Parece que por lo menos habían vis­to un violín… ¡Cómo disfru­taban decirme es nombre!).

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