Desde que recuerdo

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Entrega No. 18

 

Por los lados de mi casa no recuerdo haber oído mu­cho merengue, aparte de los de Trujillo en las velloneras, y algún esporádico perico ripiao. No sé a qué se debió esto. Lo que sí sé es que des­pués se pusieron de moda los merengues de doble sentido, que algo de esto se en­cuentra también en los me­ren­gues típicos (perico ri­piao), y en mi casa ni por error se decía o se escuchaba cosa de doble sentido. (Cuando pude salir a otros vecindarios, me di cuenta de las obscenidades que cantaban hasta los adolescentes).

Es increíble pasarse toda la vida sin haber oído jamás de labios de nuestros padres una palabra de doble sentido, ni en broma; ni tampoco una mala palabra, cualquie­ra que sea. (Se dice que a Agustín Bretón, hermano de mi abuelo, se le oyó una sola mala palabra en su vida; lo hicieron incomodar y dijo, ¡carijo!).

De hecho, aprendí a decir alguna mala palabra estando en el Seminario Ma­yor; un día hacía algo en mi casa, en presencia de Do­min­go, mi hermano. Me gol­peé un dedo y se me zafó una pala­bra; Domingo, sorprendido, me preguntó: “¿qué fue lo que dijiste?” Le dije cual­quier cosa, pero tuve que corregirme.

Televisión sólo había donde Amada y Juanquito. Yo iba a cargar agua para mi casa y me quedaba a ver la Se­mana Aniversario (o ani­versaria como se decía). El precio era una buena pela; a veces íbamos de nochecita a ver películas, principalmente Bonanza; vi también una pe­lícula mejicana en que can­ta­ban “partiré canturreando mis canciones ya viejas…” No sé cuál sería. Lo que sí sé es que un día me quedé a ver la Semana Aniversaria y presentaron al muñeco Don Roque (creo que a veces el ventrílocuo decía cosas un poco picantes). Después, a La India Tapatía (creo que así le decían), una mejicana monumental, mínimamente vestida, con taconcitos muy altos. Pero cuando doña Amada se dio cuenta del des­tape, vino con una toalla y cubrió la pantalla completa. Sólo pudimos ver unas zapatillas con finos tacones golpeando el piso, mientras la dama invisible bailaba.

En casa había tres retratos de los jefes: Trujillo, Héctor y Ramfis; estamos seguros de que estaban, pero nadie ha podido recordar dónde se colocaban; parece que papá los guardaba y los colocaba en ciertas ocasiones. Una ocasión importante era cuando iban los fumigadores (fli­chadores), que hasta vestían como guardias; llegaban y se metían por todas partes. Na­die de casa sabe tampoco con seguridad qué destino final dio papá a dichas fotos, pero se asegura que no fue muy agradable.

A poca distancia de mi casa quedaba La Mina. Así se llama hasta hoy el lugar en donde se excavó buscando petróleo. Las luces no se apagaban de noche, y era constante el tintineo de los tubos, en las altas torres. Du­rante un tiempo el trabajo no avanzaba y había una gran cantidad de barrenas gasta­das; se decía que habían en­contrado una gran piedra pizarra. Venía gente de todas partes a ver la novedad, y mi mamá aprovechaba para ha­cer bacalaítos (bollitos de harina de trigo con algo de bacalao), que yo vendía. Eran sabrosos y se vendían bien, a centavo la unidad (a chele). Sólo que el vendedor era algo despistado. Un día se vendió bastante y con ra­pi­dez, y yo me senté a mirar hacia las torres; usaba pantaloncitos cortos, cuyos bolsillos eran simples tapas de tela sobre el paño principal, a ambos lados de las piernas. Me senté en el suelo y enco­gí las piernas. Luego vino papá y se sentó a mi lado. Miró hacia el suelo, y todo el dinero de la venta estaba re­gado en él. Gracias a Dios que fue papá el que se sentó junto a mí.

A causa de la mina tuvimos carretera de cascajo, era un encanto, después de tantos pantanos. Por esa carre­tera regresaban mi ma­má y Teresita, mi hermana, el día que Trujillo fue a ver La Mina. Les pasó por el lado tremendo carro negro; la no­ti­cia corrió como pól­vora, y cuenta mi hermano Constan­tino que se formaron dos filas, desde la carretera Duarte hasta La Mina (algo más de un kilómetro), para ver a Trujillo. Cuando dije­ron que ya venía el carro ne­gro, en la escuela primaria se trepaban los estudiantes en los pupitres, tratando de alcanzar a verlo, y echando vivas al jefe. Pero el jefe no tardó mucho en La Mina.

Poco tiempo después, de buenas a primeras, comenza­ron a llegar patanas carga­das de fundas de cemento, que iban rompiendo y echando en los profundos hoyos que habían hecho; así lo hi­cieron hasta rellenar todo. Nunca oí mencionar razón cierta sobre esto. La gente decía que en la excavación habían topado con una veta de la mina de Venezuela, y no les convenía que aquí se extrajera petró­leo, y que por eso se había detenido todo. Conjeturas.

Todos los trabajadores fueron despedidos (el jefe era Juan Jiménez, llamado Juan Margó, el de Irenita). Después la gente fue recogiendo todo lo que quedaba (madera con olor a aceite de motor, manómetros, barre­nas viejas, etc.); también fue­ron ocupando los terrenos y construyendo en ellos. Y, por supuesto, se acabó el pregonar bacalaíto a chele.

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