Desde que recuerdo

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Entrega No. 15

 

Papá contaba algunas cosas de miedo. Por ejem­plo, que una vez cruzaba de noche el río Canca y algo bramó de manera tremenda, mientras se oían desprenderse las piedras de la barranca. Decía que le dio mucho mie­do, y que al día siguiente volvió al lugar, convencido de que tendrían que verse las señales del paso de cosa tan terrible, pero que no encontró ni una sola huella, nada fuera de su lugar. Como esta, contaba algunas más. Por ese mismo camino de Canca, entre los ríos, por donde vivía su prometida, nuestra madre, iba Papá otra noche. Le cruzó por el lado un señor que le dio las buenas noches, a lo que mi pa­dre respondió de igual ma­nera. Luego supo que se tra­taba nada más y nada menos que de Enrique Blanco, que iba de noche a donde Valito, a recortarse el pelo. Yo lle­gué a ver varias veces a este tal Valito; delgado, de me­diana estatura, y con el pelo crecido y descuidado. Su casa estaba a mano izquierda, de Este a Oeste, antes del río Canca, en el camino ha­cia la casa de los abuelos de mi madre, entre los ríos Canca y Licey, en el lugar antes llamado Canca Esté­vez.

Aparte de los juegos que mencioné más arriba, había otras diversiones. El río Licey tenía buenos charcos, rodeados de peña amarilla, resbalosa, y nos lanzábamos desde ella. A papá le gustaba ir a pescar y yo llevaba también mi anzuelo; sólo que a veces disminuía el caudal del río, y más pescaban los mosquitos que no­sotros…

A veces papá me montaba en el canasto de la bicicleta y me llevaba a pasear, lo cual me parecía algo ma­ravilloso, un viaje astral; una vez regresamos de Licey por La Chiva, cruzando el río. Me impresionaban los bejucos y grandes javi­llas; sus semillas estallaban ruidosamente cuando el sol era fuerte (por algo se llaman hura crépitans). Antes de madurar, estas semillas nos servían como ruedas de nuestros carritos. Las enor­mes javillas estaban tanto por Canca como por Licey, de modo que, parodiando malamente a Machado po­dría yo decir, mi infancia son recuerdos de un patio de javilla…

Otro día, cruzando el mismo río Licey, ya del otro lado, resbaló la burra en la que yo iba montado; y cayó aparatosamente, esparciendo todo lo que llevaba encima, incluyendo al jinete. Habían crecido mucho los matorrales de esa zona en donde sucumbió la acémila. Y contaba Papá que él se asustó mucho, pues me llamaba y yo no respondía. Pero no podía oírme porque yo había caído debajo de una de las cajas de madera que llevaba el animal. ¡Cuán diminuto era yo entonces! (¿Entonces?).

De muchacho, tuve muy pocos pleitos; se puede decir que dos y medio. El medio fueron unos simples terronazos con un vecino que ahora sería imbatible. El otro, unos cuantos golpes a alguien que quería alzarse con un coco que me habían mandado a buscar. El último fue con un jovencito que se burlaba y fastidiaba a un monaguillo pequeño (Pedro, hermano de Víctor Ruiz), compañero mío en la iglesia de Licey; le dije al mocito que no se pu­siera con el más pequeño, y me entró mí. Nos dimos buenos golpes. Me hizo una heridita en un extremo de la boca y me rompió un ojal de la camisa. Los monaguillos me dijeron que él escupió un diente, pero yo no lo vi; sólo vi algo de sangre. Luego me fui a mi casa, rogándole a Dios que nadie me viera al llegar; me metí en un rincón y cosí yo mismo el ojal de la camisa. Si la vieja llega a darse cuenta, la paliza de ella hubiera sido la peor.

En otra ocasión no se tra­tó de pleito sino de astucia. Yo era un muchachito de calzón corto, y me manda­ron con un saco a buscar algo de víveres. Al llegar a las enormes ceibas que están frente a Sulo y Mariíta, me encontré con un joven apodado Tierra; era de los que, en ese tiempo, tenían por oficio meter miedo a los niños. Al verme, me dijo: “Pon el saquito en el suelo, que ahí es que te voy a ca­par”. Se supone que yo me asusté, sobre todo cuando vi que sacó un pequeño cuchi­llo. Pero me di cuenta que lo había hecho de un tallo de cuchara Santa Teresita, las más comunes en ese tiempo, y le dije: “¡Oh!, ¿y eso? ¿lo hiciste tú mismo?” Me dijo que sí, con cara de satisfacción. Mientras yo admiraba su obra, es decir, el cuchillo, le pedí que me lo prestara para verlo. Había cerca del lugar montones de mayas enormes. Cometió el error de entregármelo, y tan pronto lo tuve en mis ma­nos, lo lancé por los aires y fue a caer entre las enormes ma­yas. De inmediato empecé a correr. (Burlador burlado. “Dios vela por su criatura”).

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