Recientemente leí la biografía de Albert Einstein, donde expresaba una frase impactante: “No sé con qué armas se luchará en la III Guerra Mundial, pero en la IV Guerra Mundial se peleará con palos y piedras”.

Casi de inmediato inició la invasión de Rusia a Ucrania, interrumpiendo  su autodeterminación, algo aborrecible desde siempre y más en estos tiempos donde el diálogo suele vencer a los cañones.

Y, en realidad, muchos países que condenan con justicia este hecho, han llevado sus tropas más allá de sus fronteras, pisoteando la dignidad de otros pueblos, haciendo lo mismo que Moscú.

En este ambiente, recordé aquel domingo en la tarde. Yo tenía 12 años de edad. En el Cine Doble de Santiago estrenaba la película “La batalla de Midway”. Se trataba de un  enfrentamiento entre estadounidenses y japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, por el dominio del Pacífico. La crítica aseguraba que ganaría el Oscar.  

Como siempre me ha fascinado la historia, pedí a mis progenitores dos pesos (200 centavos) para asistir y comprar lo que entonces era un manjar: refresco con palomitas de maíz. Era el niño más feliz del universo.

Entré a la sala emocionado, buscando visualizar lo que había estudiado sobre el tema. Una pantalla gigante, sonido potente, sillas cómodas y aire acondicionado, no eran común en nuestra generación, criada con limitaciones, donde, por ejemplo, los hermanos menores heredaban la ropa de los mayores.

Casi desde el inicio, se observaban crudas luchas navales y aéreas que conmovían los presentes. Sangre, heridos y muertos por doquier, cada cual defendiendo con gallardía lo que estimaba correcto.

Eso, para un imberbe como yo, monaguillo, era demasiado. No dudé en buscar un teórico escape para salvar a los soldados de ambos bandos, evitando que combatieran; así que apelé a mi imaginación, en ese entonces en ebullición.

Recreé al soldado Smith, teniendo en la mira a su “rival” Tanaka y que antes de disparar se diera cuenta que eran vecinos en Los Ángeles, California, que jugaban béisbol en el mismo equipo y que el gatillo se pasmaba  para siempre.

Era mi fantasía de que el kamikaze Nakamura, antes de estrellar su avión en el portaviones “enemigo”, se diera cuenta que ahí estaba reunida parte de la clase de lenguas extranjeras de una escuela de Sapporo, donde su abuelo era el director y que se devolvía a su base sin hacer daño.

Y hoy continúo con mis pensamientos de adolescente: ojalá que un ruso antes de matar a un ucraniano y viceversa, se percate que siendo niños practicaban juntos ajedrez y que en nombre de la paz dejaron la partida empate, dándose las manos al final.

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