¿Cuál es tu gran problema?

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En un monasterio budista a lo alto de los Himalayas, un mal día amaneció muerto uno de los monjes guardianes. Realizado el funeral, el Gran Maestro decidió elegir quién podría sustituirlo.

Convocados los discípulos, colocó en el centro del Salón Ceremonial una preciosísima mesa de cedro, y sobre ella un antiquísimo jarrón de la más fina porcelana, en el que reinaba una rarísima especie de rosa amarilla, extraordinariamente bella.

Con grave voz les dijo: “He aquí el problema. Asumirá el puesto de Honorable Guardián el primer monje que lo resuelva.”

Asombrados, todos se preguntaban cuál podría ser el enigma encerrado en tan delicada belleza.

Se cuestionaban si acaso sería símbolo de todas las tentaciones del frívolo mundo al pie de la sagrada montaña… O quizás algo tan simple como que la flor necesitara agua… ¡Eran tantas las preguntas que bullían en sus enfebrecidos cerebros!

Súbitamente, uno de los discípulos sacó una espada, miró al Gran Maestro y a todos sus compañeros, corrió al centro de la sala y ¡zas! destruyó todo de un solo y certero golpe. El Gran Maestro, sobrecogido de emoción, dijo entonces: “Alguien se ha atrevido no sólo a solucionar el problema, sino más aún a eliminarlo. Honremos nuestro nuevo Guardián del Monasterio.”

Poco importa cuál sea el problema. A veces nos confunde, halagando nuestros sentidos. En el fondo, sin embargo, sigue siendo un problema que debe ser eliminado, sin importar que se trate de una mujer sensacional o de un hombre maravilloso o de un gran amor que se ha esfumado. Por más hermosa que haya sido la experiencia que has vivido o lo significativa que haya sido la persona con quien has compartido, si no existiera más sentido para que continúe en tu vida, como problema al fin, debe ser eliminado.

Afirma un antiguo proverbio chino que “para que puedas beber vino en una copa llena de té, debes primero tirar el té para poder servir y beber el vino.”

Limpia tu vida. Comienza por las gavetas, closets y cajas, hasta llegar a las personas del pasado que no tienen más sentido que sigan ocupando un espacio, indispensable para recrear la vida.

Exígete a ti mismo lo que te gustaría exigirle a los demás, y a los demás déjalos tranquilos sin esperar nada de ellos. Así te ahorrarás disgustos.

No te quejes con Dios diciéndole que tienes un gran problema. Antes bien, dile a tu problema que tienes un gran Dios.

“Ayúdame Señor, a creer que detrás de las nubes está el sol; que los desnudos árboles de otoño volverán a vestirse de hojas, si tengo la paciencia de esperar.

Ayúdame Señor, a comprender que para alcanzar la cima de la montaña hay que atravesar el largo valle. Que la vela difunde su luz a base de consumirse poco a poco.

Ayúdame amado Señor, a desprenderme de las pretendidas seguridades que no puedo tener y que me hacen tan inseguro; ayúdame a comprender que mis temores aumentan mi inquietud y mi impaciencia.

Ayúdame Señor, a aceptar mis limitaciones.

Confío en ti como un niño que se siente seguro en brazos de su madre.

Ayúdame a caminar por donde no puedo ver sabiendo que Tú estás ahí conmigo.” (A. Pangrazzi).

 

Bendiciones y paz.

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