Cinco virtudes elementales para el soporte o zapata de una familia

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  1. La fe, mucha fe.
  • Una familia se afirma, se basa en la fe. La fe es un don de Dios que se recibe en el Bautismo y se renueva en el sacramento de la Confir­mación.
  • Fe en el Bautismo y el compromiso que conlleva.
  • Fe en el matrimonio como una responsabilidad y compromiso de ambos cónyuges.
  • Fe en la presencia de Dios en todos ellos.

La sagrada familia es el paradigma de la familia cristiana.

  • José tuvo que tener fe en María. Creyó en ella de una manera extraordinaria, y tuvo que amarla mucho para creer tanto en ella.
  • María tuvo que creer en José; confió en su amor, en su respeto, en la estima que él le tenía.
  • José y María tuvieron que creer en su hijo. Aparentemente no era más que un niño igual a los demás, pero creyeron siempre en el misterio que había en Él. No siempre enten­dieron ni comprendieron lo que de­cía o hacía; sin embargo, confían en Él, tienen fe en Él. Su madre, dice el evangelista “lo guardaba todo en su corazón”, y José que hablaba menos todavía, hacía lo mismo.
  • Jesús demostraba tener fe en sus padres, no con palabras, sino con los hechos: les estaba sumiso, les fue obediente, permaneció junto a ellos. Totalmente consagrado a la altísima misión-voluntad de su Padre, de­mos­tró con su permanencia de 30 años de vida hogareña en Nazaret, que se pueden realizar las más altas tareas sin oponerlos, sin enfrentarlos a los deberes familiares, al afecto familiar.
  1. Amor

Para amarse hay que tener fe y afecto, cariño.

La familia es un único lugar, un lugar paradójico, en el que se aman mucho más de lo que todos los miembros de la familia se merecen, por encima de si uno es digno o no, por encima de los propios méritos. Y al ser aceptados de este modo, al ser amados de este modo, brota en el seno de la familia por una dicha que no se puede comparar con ninguna otra dicha o bienestar.

Reflexión sobre el amor en el seno familiar:

  • Esposa: Si tú amas a tu marido no es porque sea el mejor, el más cariñoso, el más comprensivo, competente o eficiente, lo amas porque es tu marido, porque estás ligado a él por el sacramento, como a una fuente de méritos y de santidad, de comunión con Cristo.
  • Esposo: Si tú amas a tu esposa no necesariamente es porque sea la más bella, la más cariñosa, la menos ner­viosa, sino porque es tu esposa, de la que serás siempre responsable, la madre de hijos, la compañera fiel e inseparable.
  • Padres: Ustedes aman a sus hijos, porque Dios se los ha confiado, se los ha encomendado. No los aman porque son los mejorcitos, los más obedientes, los más inteligentes, los más simpáticos. Los amas tales como Dios se los ha dado, a todos, sin distinción, a cada uno como son.
  • Hijos: Ustedes aman a sus pa­dres no porque sean los más extraordinarios de la tierra, sin defectos; si fuera así, hubieran tenido varias ocasiones de cambiarlos. Los aman por­que son sus padres, su papá y su ma­má, sus progenitores y ustedes son el fruto de su amor.

Esto es sumamente liberador. Nos libera de cálculos, de pretextos que encontramos, unos tras otros, para no amarnos, para hacernos continuos reproches y quejas. Amar por encima del mérito, a pesar de “eso”, nos da la posibilidad a todos de seguir una carrera sin límites hacia la santidad, en el cumplimiento de los más humildes deberes conyugales y familiares. No hay dicha que supere a una familia que se ama.

Lo que destruye una familia: juzgar y chismear!

¿Ustedes saben, conocen cuál es el medio más seguro para destruir, arruinar, para acabar con una fami­lia? – Juzgarla, sentarla en el banquillo de los acusados.

A partir del momento en que empezamos a ser jueces de cada uno de sus miembros considerando las apariencias o las evidencias de los defectos, de sus miserias y egoísmo, estamos destruyendo, acabando con la familia.

Necesitamos un motivo absoluto, inconmovible para amar a los demás miembros, de lo contrario no encontraremos jamás una razón proporcionada, una razón que justifique los increíbles sacrificios que pueden exigir la fidelidad, la perseverancia en el amor conyugal, familiar, comunidad de vida y amor.

Una familia es sagrada en cuanto acepta no comprenderlo todo, sobreponerse a todo; acepta “empezar siempre, a pesar de las decepciones”.

La familia es el único lugar de la sociedad donde me pueden amar, aunque yo no lo merezca, por encima de lo que yo merezca.

El mundo puede salvarse, nadie puede darse por perdido, porque hubo una familia en la fe: todos cre­yeron, los unos en los otros y terminaron amándose entre sí, sin pasarse factura, la Sagrada Familia de Nazaret.

  1. El trabajo: La virtud del trabajo.

María es la “señora de la casa” la “dueña de casa”. Jesús es el “hijo del carpintero”; José es “el carpintero”. En Nazaret se vive del trabajo (véase los números 22 y 24 de la carta de San Juan Pablo II sobre San José). El trabajo constituye un verdadero mo­tor para lograr el progreso, el bienestar y la paz. El trabajo dignifica y humaniza al hombre y desarrolla a la sociedad.

  1. La castidad.

La virtud de la castidad, antes y dentro del matrimonio (leer los nú­meros 2348, 2339, 2346 del Catecis­mo). Ver Mateo 5, 27-28: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya cometió adulterio en su interior”.

  1. La sabiduría.

El don, la virtud de la sabiduría. Una cosa es ser sabichoso e inteli­gente y otra es ser sabio, ser juicioso, tener juicio (1Cor. 3, 19). Jesús cre­cía en sabiduría, en tamaño y en gracia, delante de Dios y de la comunidad (cf. Lc 2, 52).

La sabiduría es un don del Espí­ritu que recibimos en la confirmación para escoger el bien y actuar en conformidad con el proyecto de Dios.

Antes de tomar una decisión o emprender un proyecto conviene in­vocar al Espíritu y pedir la sabi­duría que viene de lo alto (Sab. 9, 1-18; Sant. 3, 19-18).

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