“Cargue con su cruz…”

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Cargar la cruz siempre ha sido un suplicio

“El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Estamos ante la pasantía del discí­pulo. Ya Pedro ha respondido, en nombre del grupo, al examen teórico. Jesús les había hecho dos preguntas. Una especie de examen parcial, a medio camino del curso de su vida pública: “¿Quién dice la gente que soy yo?” “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Una cosa es lo que responde “la gente”; la masa, podríamos decir. Otra muy distinta es lo que debe responder el discí­pulo. Pedro ha respondido acertadamente: “El Mesías de Dios”. Pero no sabe de qué tipo de Mesías se trata. Es el tema de la siguiente lección impartida por el Maestro. Su mesianismo, les dirá, encuentra su concreción en su pasión, muerte y resurrección. Al discípulo le corres­ponderá hacer ese mismo camino.

“El que quiera seguirme”, dice Jesús. Se trata de una decisión, y, por lo tanto, de un ejercicio de ­libertad. Cargar con la cruz se ha vuelto un tópico; esto es, un decir común y corriente cuando se quiere hablar de una pesada carga, de algo que nos estorba o nos exige una significativa cuota de sacrificio. Es una expresión tan manoseada que casi se le ha vaciado de su verdadero contenido. Otros la cargan colgada al pecho, de oro, de plata, de ma­dera, o de cualquier otro material. Cargar la cruz viene siendo, enton­ces, cargar con algo extraño a uno mismo.

Si nos fijamos bien, la exigencia de Jesús no apunta a algo externo que haya que echarse sobre los hombros o colgarse en el pecho; se trata de la negación de sí mismo: “que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día”. La cruz que hay que cargar es la más pesada de todas: negarse a sí mismo. Vaciarse del propio yo, que siempre busca lo que le conviene, para abrir espacio a la voluntad de Dios. Cargar con la cruz significa negarse a la búsqueda de sí mismo y ponerse a la disposición de los otros y del Otro. Negarse es no ocupar el centro. Pisamos así el terreno de la alteridad, punto neu­rálgico en el pensamiento filosófico contemporáneo de raigambre judía.

Esto sonará muy cruel a la mente de algunos que hoy están imbuidos en la predominante psicología positiva. Pero es que la cruz siempre ha sido una realidad cruel. Cargar la cruz siempre ha sido un suplicio. Por eso no ha de extrañarnos que un crucificado sea objeto de burla o sea considerado un renegado o un fracasado. Pero asumir la propia cruz, y vivir como un crucificado, también ha sido acontecimiento salvífico para muchos que, silenciosamente, han vaciado su propio yo para abrir espacio a algo mucho más grande que su peculiar ego.

Cargar la cruz es uno de los rasgos distintivos del auténtico segui­dor de Cristo. No basta con saber sobre Jesús; no es suficiente decir “tú eres el Mesías”; lo que importa es vivir siguiendo los pasos del Maestro. Está bien que se tenga el nombre de Jesús en los labios, pero no es suficiente; también hay que llevar la cruz sobre las espaldas. Repito, aquí no se trata de la cruz como algo externo a mí, sino de la cruz que aparece estremeciendo el yo personal hasta hacerlo pedazos.

En la vida cristiana se puede se­guir a Jesús o ir de paseo. Jesús en­seña a sus discípulos que no basta ir con él como quien va de paseo; hay que ir tras él midiendo bien las pisa­das a ver qué tanta diferencia hay entre las huellas que Él va dejando y nuestros pies al irlas pisando.

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