Buscad al Señor los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación, quizá podáis ocultaros el día de la ira del Señor. “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.” (Sofonías 2,3; 3,12-13)

“Buscad”, “Buscad”, “Buscad”. Tres veces aparece ese imperativo en el breve texto que hoy medito. El ser humano no puede vivir sin buscar. Cuando no lo hace, alguien tiene que ponerlo en movimiento y señalarle hacia donde inclinar su corazón. “Buscad al Señor”, “buscad la justicia”, “buscad la moderación”, he ahí el triple objeto de la búsqueda. En el orden en que aparecen me plantean un insoslayable proyecto de vida. En primer lugar, buscar a Dios; luego buscar ajustarme al orden de cosas suyo (¿qué es la justicia si no eso?), para, finalmente, buscar una manera concreta de situarme ante la vida: con moderación. Es el camino propuesto para alcanzar la salvación. En esto coinciden tanto los profetas como los sabios de Israel.

Medito este texto y me pregunto por qué esta triple exhortación de Sofonías. Me detengo y busco información sobre este profeta y su libro. Si quiero entender mejor el mensaje necesito saber el contexto en que fue escrito y quién lo escribió. Descubro que este libro bíblico fue escrito al calor de uno de los momentos más amargos de la relación del pueblo judío con Dios. La idolatría estaba a la orden del día, muchos habitantes de Jerusalén habían aparcado su relación con Dios para subirse al carro de los dioses cananeos. Costumbres extranjeras se habían abierto paso en la ciudad.  También la política internacional estaba pasando por un momento desastroso para el reino de Judá. Ahora comprendo mejor porqué la insistencia en la búsqueda de Dios, porqué pide ajustarse al orden de cosas de Yahvé y porqué exhorta a la moderación. Cuando desviamos nuestra mirada del Señor y abrimos las puertas de nuestro corazón a “otros señores”, necesitamos que alguien nos abra los ojos y oriente nuestros pasos.

El culto a otros dioses fue una de las permanentes tentaciones del pueblo de Israel. Los dioses cananeos se presentaron especialmente atractivos para ellos por lo fácil que podían ser manipulados. Sus figuras hechas por manos humanas eran una especie de fetiche que la gente podía manipular a su antojo. Sin mandamientos y sin profetas que reclamaran una conducta moral acorde con la religiosidad profesada hacía de la devoción hacia ellos algo artificioso y sin compromiso alguno. También yo, en ocasiones, me he visto tentando a seguir a “dioses” que poco o nada exigen. He experimentado como una religiosidad complaciente o a la carta resulta un alimento muy atractivo, pero poco provechoso.

El texto me habla, además, de un resto, es el pueblo pobre y humilde que Dios hará que permanezca fiel a la alianza. De él se dice que “no cometerá maldades”, “ni dirá mentiras”, sino que vivirá “sin sobresaltos”. Con ellos el Señor promete llevar a cabo la restauración del pueblo, el restablecimiento de su relación con Él y dar continuidad a su proyecto para con ellos. Todavía hay esperanza. Pone a mirar hacia adelante, como suele hacer a través de todos los profetas. Hay una promesa por cumplir. Alianza y promesa son inseparables; aunque el pueblo quebrante la alianza, la fidelidad de Dios a esta es la que mantiene viva la promesa. La infidelidad a la alianza no quebranta la promesa. Si el pueblo se deja dominar por el pecado, la promesa de redención es señal de la fidelidad de Dios hacia ellos.

Con la idea del resto se expresa la voluntad que tiene el Señor de rescatar lo perdido. Lo ocurrido en el pasado, y la vergüenza que eso suponía para Él en relación con su pueblo elegido, será superado. La destrucción ha sido un paso necesario para encarar el camino de la salvación. La humildad, la pobreza y el hacer justicia serán los signos de que el pueblo ha sido rescatado. La condena de Jerusalén no es lo definitivo. El texto cierra dejando claro que la voluntad de Dios es redimir a su pueblo y no dejarlo sucumbir. La clave es la humildad y la confianza en el Señor antes que en las propias fuerzas. 

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