Nos encontramos aquí como pueblo de Dios, con dolor sereno y esperanza firme para dar el último adiós terreno a nuestro querido obispo, Rafael Felipe Núñez, y para encomendarlo con confianza a la misericordia del Padre.
Nos duele su partida, porque fue un obispo santo, sencillo y cercano, padre atento y amigo leal; formador incansable, que dedicó su vida a sembrar el Evangelio en el corazón de sacerdotes, consagrados y laicos; y misionero apasionado, que no conoció el descanso cuando se trataba de anunciar a Jesucristo y de servir a su pueblo.
Sin embargo, no estamos aquí solo para llorar una ausencia. Estamos aquí para proclamar la esperanza que no defrauda, para presentarlo como una buena noticia, en medio de las tantas informaciones deprimentes con las que estamos siendo saturados cada día.
Vivió entre la gente, como hermano en cada pueblo, en cada barrio, en cada comunidad que visitaba. Su presencia entre los más pobres, su afecto por los últimos, su predilección por los que la sociedad olvida, fueron signos visibles de su espiritualidad foucauldiana.
Un pastor que se hace hermano, un obispo que se hace prójimo, un discípulo que se hace servidor, ya lleva dentro el sello del Reino. Y el Reino es la garantía de las manos de Dios.

Eligió la vida oculta de Nazaret
San Carlos de Foucauld descubrió que Dios se hace grande en lo pequeño, que la transformación comienza en lo escondido, que Nazaret es el camino de todo discípulo. Así vivió también nuestro hermano, Monseñor Fello:
• sin ostentación
• sin afán de aplausos
• sin preocuparse por el poder
• buscando siempre el último lugar.
Prefería la humildad de Nazaret al brillo de Jerusalén. Su vida interior, fuerte y silenciosa, fue sostén de su ministerio. Su oración prolongada frente al Sagrario era la fuente de su paz y de su fuerza misionera.
Quien vive desde Nazaret muere en paz, porque sabe que su vida está escondida con Cristo en Dios. Por eso afirmamos que él está en las manos de Dios: porque en esas manos vivió siempre, oculto y confiado, como Jesús en Nazaret.
Un pastor que vuelve a la Casa del Padre
Despedimos a un obispo que supo vivir la pequeñez evangélica, la humildad de Nazaret, el abandono confiado, la fraternidad universal y la oración silenciosa. Un pastor moldeado por el espíritu de Carlos de Foucauld, que eligió amar a Cristo dejándose amar por Él.
Como Pastor, supo dar descanso a sus ovejas, llevándolas a verdes praderas y aguas tranquilas.
• Como formador ayudó a muchos sacerdotes, a encontrar claridad y descanso en la verdad del Evangelio
• Como acompañante espiritual de consagrados y consagradas, supo vendar corazones heridos, orientando vocaciones, devolviendo paz
• Como pastor cercano a su pueblo, ejercitó la paciencia escuchando, visitando incansablemente comunidades, llevando aliento donde había fatiga.
• Quien se acercaba a él encontraba una presencia que no agobiaba, sino que calmaba; no imponía su parecer, sino que mostraba con humildad el camino; no buscaba protagonismo, sino que otorgaba espacio al Espíritu.
Su vida fue una prueba de que un pastor no guía desde arriba, sino desde delante, abriendo camino. Cuando atravesó por cañadas oscuras, dio ejemplo de serenidad y confianza en el Señor
• No se quejaba por el cansancio físico, propio de los años
• Ni lo deprimían las preocupaciones por la Iglesia y por sus sacerdotes
• Supo afrontar con paciencia las dificultades pastorales que solo Dios y él conocen.
Nunca dejó de confiar. Su serenidad ante el sufrimiento era un testimonio. Su oración silenciosa era más fuerte que cualquier discurso. Sabía que el Buen Pastor camina en la oscuridad antes que nosotros, y por eso no temía.
Fue un pastor de corazón tierno
Cada persona que lo conoció puede dar testimonio de su bondad sencilla: su saludo dulce, su sonrisa discreta, su actitud de escucha, su disponibilidad constante. Él no hizo ruido, pero dejó huellas imborrables. No buscaba aplausos, pero se ganó el corazón del pueblo. La misericordia de Dios acompañó su vida, y él permitió que esa misericordia se volviera rostro humano para muchos.
Hermanos: la Iglesia pierde un pastor en la tierra, pero gana un intercesor en el cielo.
Nos queda su ejemplo, su memoria, su enseñanza, y sobre todo su fecundidad espiritual, que seguirá dando fruto mientras haya un sacerdote que recuerde su consejo, una religiosa que agradezca su escucha, un fiel que haya sentido en él la ternura de Dios.
Que María, Madre de los sacerdotes, lo acompañe hasta el encuentro definitivo con el Padre.




