Fuente: Aleteia

Escrito por: Guillermo Dellamary

Cada día es una nueva oportunidad para crecer juntos como familia y todo empieza con un trato de amor, cariño y respeto hacia los hijos

Hay mañanas que te despiertas con la prisa encendida, como si el reloj llevara la batuta de toda nuestra vida. Se oye el eco de los pasos, el ruido del tráfico que ya amenaza desde la ventana. Sin embargo, en medio de ese torbellino cotidiano existe un momento sagrado: el instante en que tu hijo abre los ojos y busca, sin decirlo, el tono emocional con el que navegará el día contigo. Aquí unos importantes consejos que puedes implementar.

Cómo comprender a los hijos

La psicóloga Laura Markham, una de las voces más profundas del estudio sobre la paternidad, suele repetir que “todo comportamiento difícil de un niño es un llamado a comprenderlo, no a controlar”. Y quizás por eso, los hogares donde los pequeños crecen felices no son los que logran cumplir listas de tareas perfectas sino los que amanecen con un espíritu dispuesto a ese encuentro positivo con sus padres.

Antes incluso de acercarse a la habitación del niño por la mañana, como padres deben hacer una breve pausa —apenas un minuto para respirar a fondo, como quien pule una piedra sagrada antes de ofrecerla. Porque la calma se hereda por contagio. Y un adulto que se autorregula se convierte, sin pretenderlo, en el faro donde el niño aprende también a respirar.

Entonces llega el momento de despertar al pequeño, y aquí sucede el milagro silencioso: una mirada suave sustituye a la primera orden, una mano tibia reemplaza a la urgencia. Nada enseña más valor que una sonrisa matutina que expresa el cariño: “Importas más que la agenda, más que los pendientes, más que mis prisas”.

Una teología doméstica: el amor antes que la ley y los hábitos.

Los padres que saben de estas cosas no viven mañanas llenas de estrés; viven mañanas humanas. Pero en medio de las exigencias diarias crean pequeñas islas de serenidad: un fondo de música tenue, un desayuno sin pantallas, un minuto de silencio compartido donde la vida se siente menos brusca. Esas islas son tesoros, pues enseñan que incluso en la prisa existe calma.

Y la risa, cuando aparece, es una bendición. Un calcetín que no encuentra pareja, un baile improvisado mientras se cepillan los dientes, un guiño, una broma ligera. La risa matutina no es trivial: educa en la misericordia, muestra que equivocarse no arruina el mundo, que la perfección no es condición del amor. Los niños que ríen en la mañana llevan menos peso en el alma durante el día.

¿Cómo amaneció tu animo hoy?

Los hijos no siempre responden con palabras, pero perciben que alguien mira hacia adentro de ellos. Allí nace la educación emocional más profunda: donde alguien se interesa por el mundo interior del niño, no por su eficiencia externa.

Y luego, la caricia. El abrazo que regula, la voz que consuela, el beso en la frente que ordena el universo y sin gritos y sombrerazos. Nada es tan terapéutico, tan rápido, tan espiritual. Los neurocientíficos lo explican con oxitocina; las madres lo saben desde siempre sin necesidad de laboratorio. Tres gestos de cariño en la mañana —al despertar, al prepararse, al salir— son como tres campanadas sagradas que marcan el compás del día.

No empieces la mañana con pantallas

La luz azul no tiene misericordia. Y cuando la mañana empieza invadida por notificaciones, la presencia se diluye. Veinte minutos sin dispositivos son un acto de hospitalidad afectiva: un espacio donde la conversación nace sola, donde el silencio habla, donde los ojos se encuentran.

También hace falta recordar que los niños caminan con otro ritmo. No avanzan lento: avanzan auténticos. Su paso no es un desafío; es su naturaleza. Cuando el adulto se adapta un instante a esa cadencia, el niño siente que su existencia es bienvenida tal y como es. Esa aceptación, aunque dure cinco minutos, puede sanar más que un sermón entero.

Construyendo su felicidad

La felicidad infantil no se construye con mañanas perfectas, sino con mañanas amigables. Es un arte casi monástico, donde cada gesto, cada pausa y cada sonrisa se convierte en una oración silenciosa que acompaña al hijo durante el resto del día.