Cuenta la tradición que Esopo fue enviado por su amo al mercado con una tarea peculiar: comprar lo más provechoso que encontrara. El sabio regresó con una lengua. Al día siguiente, su amo quiso ponerlo a prueba y le pidió traer lo más dañino del mercado. Esopo volvió con lo mismo: una lengua. La lección era sencilla y profunda: la lengua puede ser fuente de vida o instrumento de destrucción.
Esa antigua fábula sigue vigente, quizá más que nunca. Hoy, en tiempos donde una frase mal dicha puede viralizarse en segundos, las palabras tienen un alcance que Esopo jamás imaginó. Una opinión apresurada, un comentario impulsivo o un mensaje escrito sin pensar puede consolar o herir, unir o dividir, sanar o destruir. Pocas herramientas humanas transforman tanto la realidad.
La Palabra de Dios ya lo advertía: “El que mucho habla, mucho yerra; el que es sabio
refrena su lengua.” (Proverbios 10:19).
Dominar la lengua es un ejercicio de sabiduría. Escuchar antes de responder, medir el tono y elegir el momento oportuno no es debilidad, sino fortaleza interior. En la vida pública, en la familia, en el trabajo, en cualquier lugar que estemos, nuestras palabras revelan quiénes somos y lo que llevamos dentro. Con ellas podemos sembrar confianza y entendimiento, o desatar desconfianza y discordia. Por eso el salmista suplicaba: “Señor, líbrame de los labios mentirosos y de la lengua engañosa.” (Salmo 120:2).
El silencio por sí solo no basta: necesitamos un corazón limpio, porque “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Solo un corazón limpio genera palabras que edifican.
La fábula de Esopo no es un cuento del pasado. Es un recordatorio para nuestro presente acelerado, ruidoso y digital. Cada palabra que decimos o escribimos deja huella. En cada conversación, mensaje o publicación decidimos si nuestra lengua será un arma que hiere o un instrumento que bendice.
Al final, el verdadero poder del ser humano no está en sus manos, sino en su lengua y en el corazón que la guía.




