Por: José Jordi Veras Rodríguez.
Hace poco, nuestro hermano Ho-chi Ernesto Veras Rodríguez, escribió en su página de Instagram, el mensaje, siguiente:
“Nadie me preparó para escuchar a mi hermano, con disparos en la cara, decirme con dificultad: “Ho-chi, casi no puedo respirar”. Ese día mi vida se partió en dos.
He escrito últimamente, a solicitud de mis hijos, que me han pedido dejar por escrito parte de mi historia: los que no vivieron conmigo o los que aún eran demasiado pequeños para comprender. Hoy quiero contarles uno de los episodios más duros de nuestra familia.
Desde joven supe que mi vida no sería común. Nací en un hogar lleno de amor y alegría, pero también de riesgos. Ser hijo de un abogado activista, crítico, comunista, escritor y defensor de los derechos humanos, que enfrentaba al narcotráfico y defendía a presos políticos que nadie quería defender, marcó profundamente mi infancia.
En mi casa eran frecuentes los allanamientos. No era raro que mi madre nos dijera: “tu papá está preso por hablar de política”, o que escucháramos que la policía lo había golpeado.
También lo oí discutir por teléfono con narcotraficantes y advertirles con firmeza: “si le ponen la mano a uno de mis hijos, te busco y te hago de todo”.
Crecí entre el miedo y la admiración, entre la incertidumbre y la seguridad que nos transmitía su carácter. Pero nada de eso me preparó para aquella llamada en junio:
“Ve a la Corominas, que a tu hermano Jordi le dieron unos tiros.” Llegué a la clínica y lo vi con la cara herida por las balas, de pie, luchando por respirar. Esa imagen me acompañará siempre.
El horror continuó en el juicio. Los sicarios se reían frente a nosotros, como si la vida de mi hermano y el dolor de mi familia fueran un espectáculo.
Esa burla en pleno tribunal fue una de las impotencias más amargas que he sentido. Al autor intelectual nunca lo vi con rabia: siempre lo interpreté como un psicópata de manual, alguien vacío de humanidad.
Sin embargo, en medio de tanta oscuridad descubrí algo invaluable: la fuerza del acompañamiento, de la solidaridad, de los abrazos sinceros que recibimos. Comprendí que la maldad puede intentar destruir, pero jamás podrá vencer al amor y la unión de una familia y de una comunidad”.
Cuando leímos esto, hace unos días, aún hoy, al momento de hacer este escrito, nos produjo primero, satisfacción al leer las palabras vertidas en letras de nuestro querido hermano, sus sentimientos desde el corazón, ya de por sí, eso lo vale todo. Y luego, recordar dos ámbitos, primero, cómo fue nuestra vida de niños y de adolescentes, que siempre vivíamos en constante creencia de que a nuestro padre lo matarían y que cada vez que salía por la puerta, quizás sería la última vez que lo podíamos ver. Esto nunca se lo desearía a nadie sentirlo, porque siempre te creará nostalgia.
Gracias a Dios que siempre estuvo a su lado. Luego, con la lucha en contra del narco, fue aún peor, las amenazas llegaron directamente a nosotros, sus hijos. Fueron los tiempos de los doce años de Balaguer, y los siguientes, y más luego, contra el crimen organizado.
El otro ámbito, el del atentado. Algo que no vimos venir, ni como persona, ni como familia, porque nunca hicimos ni hemos hecho un ejercicio profesional fuera de la ética y moral, que generara esto, pero el odio hacia Miguelina Llaverías, se volcó hacia nosotros.
A pesar de todo esto, Dios puso, en ambos aspectos, toda su mano de amor y misericordia sobre nosotros. El amor debe estar por encima, en este país, y el mundo, hoy más que nunca, ante tanta violencia, perversidad y egoísmo. Nos queda finalmente, al terminar, recordar Corintios 13:13: “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”.