Desde el monasterio
Por Fr. Agustín Rivera, ocso
Monje Cisterciense
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Por Fr. Agustín Rivera, ocso
Monje Cisterciense
Hace unos días, mientras viajaba a Santiago en una guagua para unas diligencias, me sorprendió algo que ya es muy común pero que aún logra inquietarme. Una joven hablaba por videollamada con su madre, otra escuchaba música en sus auriculares, alguien más contestaba mensajes y, a mi lado, un chico revisaba una red social. En otro asiento, un joven con grandes audífonos —de esos que aíslan todo— miraba una serie en su móvil. La guagua entera zumbaba de pantallas y sonidos. Nadie hablaba. Nadie callaba.
Y pensé: no es lo digital el problema. No es el teléfono, ni la música, ni siquiera el exceso de información. Es que parece que ya no sabemos estar con nosotros mismos. En cuanto se abre un espacio de quietud, algo dentro se inquieta, y lo llenamos rápido con notificaciones, ruido o distracción. Y así, casi sin darnos cuenta, perdemos una capacidad fundamental: escuchar lo que importa.
Aquí, en el monasterio, vivimos rodeados de silencio. Claro que hablamos —es necesario y bueno hablar—, pero lo hacemos desde el silencio, como quien bebe agua antes de cantar. No es que el silencio sea un lujo de monjes, o una rareza para quienes “pueden permitírselo”. Es algo humano, muy humano. El alma lo necesita como el cuerpo necesita dormir.
Recuerdo una frase antigua: “El monje ama el silencio como el pez ama el agua.” Y no porque quiera aislarse del mundo, sino porque ha descubierto que solo desde el silencio se puede escuchar de verdad: al otro, a uno mismo, a Dios.
Hoy, cuando todo parece gritar y competir por nuestra atención, guardar silencio puede parecer una rareza… o una rebeldía. Y en cierto modo lo es. Es una forma de resistencia espiritual. Mientras todo invita a reaccionar rápido, el silencio nos invita a responder con hondura. Mientras todo se acelera, el silencio nos devuelve a lo esencial.
No se trata de irse al campo o al claustro. Basta con un rincón, un momento, una decisión. Tal vez al amanecer, o antes de dormir. Apagar el ruido, respirar, quedarse en la Presencia de aquel que nos regala la vida. Puede costar al principio, pero luego empieza a suceder algo sutil y hermoso: uno empieza a escuchar. No con los oídos solamente, sino con todo el ser.
“Guarda silencio ante el Señor y espera en Él”, dice el salmo 37,7. Qué hermoso sería si cada cristiano pudiera hacer esto al menos unos minutos al día. No es mucho. Pero es decisivo.
Desde la montaña, donde el viento canta entre los pinos y las campanas anuncian la oración, seguimos creyendo que el silencio no es un lujo ni una moda pasajera. Es una puerta. No es el final: es el principio.
Hasta un próximo encuentro.
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