Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para someterlo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos. (Filipenses 3,20-4,1)
“Nosotros somos ciudadanos del cielo”, dice el apóstol. Pero vivimos en la tierra, añado yo. Es verdad que la salvación definitiva nos viene de otro lado, pero mientras tanto estamos aquí y debemos ir haciendo posible las “pequeñas salvaciones” que nos exige nuestra responsabilidad cristiana. “Cuerpo humilde” y “cuerpo glorioso”, es otra manera del apóstol exponer la continuidad de esta vida y la otra. Al orgulloso “yo sé” tendríamos que anteponer el humilde “yo espero”. A la vida no le basta una confesión de fe, reclama también una confesión de esperanza.
En todo caso, estamos ante un texto que nos habla de nuestro destino último y que, por lo tanto, nos pone a pensar en la esperanza, así como el de la semana pasada nos invitaba a reflexionar sobre la fe. La esperanza es el color de la fe. Una fe coloreada por la esperanza me hace pensar que la vida puede ser leída desde la clave del éxodo. Somos una comunidad de peregrinos, estamos en camino, no en la meta, atravesando desiertos y escalando montañas. Avanzamos y vamos experimentando momentos de transfiguración en medio de nuestros valles oscuros, anticipo de lo que será definitivo, la otra patria, la definitiva. La transfiguración es anticipo de lo que será definitivo, y en ese sentido es expresión de la esperanza. Es un “ya, pero todavía no” que nos permite vislumbrar lo que está al otro lado.
Mientras tanto, estamos de este lado. Y todo lo que vivimos aquí debe servirnos de motivación y esperanza. No querer ver o negar los acontecimientos que matan la esperanza o que nos llevan a la evasión sería pecar contra la verdad. Tampoco debemos ignorar o menospreciar el bien, sería un atentado contra la esperanza. El papel de la esperanza es animarnos en el camino de la maduración personal y social. Y nuestra responsabilidad para con ella es evitar vestirla con el uniforme de las ideologías y utopías humanas.
Nuestro estar aquí como primer escenario de salvación lo ha reflexionado de manera magistral el Papa Francisco en sus encíclicas Laudato si y Fratelli Tutti. En la primera de ellas, citando al Papa Juan Pablo II, nos recuerda: “el Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del mundo” (No 235); la segunda, es un canto a la fraternidad humana como camino de salvación.
La esperanza nos alienta y cura cuando nuestra fe y nuestro amor flaquean. Cuando el camino de la fe se ve envuelto en oscuras noches, la esperanza nos hace pensar en la proximidad del amanecer; cuando el amor es decepcionado o traicionado, la esperanza hace que nos levantemos del polvo y abracemos la cruz. En nuestro éxodo existencial necesitamos que la esperanza nos vaya señalando el camino. Quien camina sin esperanza pierde el sendero. Se expone a la deriva. Nubes y nieblas no faltan. Si la fe es luz, la esperanza es señal de tránsito.
He ahí una palabra clave: tránsito. Nuestro “cuerpo humilde”, nuestra vida frágil está en tránsito hacia el “cuerpo glorioso”, hacia la otra patria soñada y esperada. Son cosas que escapan a nuestra racionalidad, a veces demasiado envalentonada; no obstante, la esperanza puede llevarnos allí donde la racionalidad se queda muda. Cuando la razón pide hacer “tres tiendas” para que el ser humano se instale en ella, la esperanza nos invita a continuar el camino. El monte de la transfiguración no es el último monte. Faltan el Monte Calvario y el monte de la Ascensión. Al alma humana no le bastan las pequeñas montañas ni los anticipos, reclama ir lo más alto posible.