Un cielo nuevo y una tierra nueva 

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El libro del Apocalipsis, en el capítulo 21,1-4, termina su periplo de exposición y da principio a su final anunciando un nuevo cielo y una nueva tierra, con la nueva Jerusalén como novia en boda para unirse eternamente a su Señor, con la sentencia definitiva de Dios, de que Él morará eternamente junto a su criatura, el hombre, haciendo realidad el presupuesto de la alianza primera con Israel, de que ellos serán el pueblo de Dios y Dios será su Dios, entonces el sufrimiento y la muerte desaparecerán del mundo, y las cosas serán nuevas, como siempre es nuevo todo lo de Dios. 

En esta perícopa se encarna la esperanza del ideal humano de plenitud y realización. Todas las generaciones humanas han soñado con estos tiempos nuevos y los creyentes con la unión eterna con su Dios y Señor. Todo el libro del Apocalipsis, tan desprestigiado en su interpretación, es un llamado a la esperanza, a esa esperanza final, todo en él apunta hacia ese norte, pues la primera comunidad a la cual le escribe Juan de Patmos, ha perdido el ánimo de seguir por la persecución a la que ha sido sometida por el imperio, pero él le escribe para que levanten sus cabezas, vean lo que ha pasado y está pasando, y mantengan presente la esperanza futura, la cual es expuesta en estos versículos finales. 

Sabemos que todo pasará, ya Jesús en los evangelios nos lo recuerda de diversas maneras y formas, en sus discursos y sobre todo a través de parábolas que evocan dicho final. En otras palabras, los ambientes en que vivimos a veces malsanos pasarán, la limitación que tenemos de unirnos definitivamente con Dios también ha de pasar, las fronteras con el cielo caerán, escatológicamente todo será superado, el mundo camina hacia una superación para encontrarse con lo trascendente, lo celeste y lo terrestre un día se unirán ante la superación de todo lo antagónico que hay en nuestro mundo.

Estamos llamados a un nuevo mundo, a una nueva ciudad, a un nuevo modo de vivir: en Dios y con Dios por siempre, es el ideal cristiano. Desde nuestro bautismo ya somos parte de un nuevo pueblo entre los pueblos del mundo que es la Iglesia, el cual camina por el mundo en medio de los entuertos que hay en él, pero como vimos, serán superados, gracias al deseo misericordioso de nuestro Dios y a su disposición de que si hemos salido de él a él volveremos, en una unión total, pues su amor es grande e infinito, y todo amor si es auténtico siempre tiende a la unión total con el amado.

Todo es un deseo de Dios y nuestro, que confluyen en esa primigenia búsqueda de Dios que siempre ha querido que nosotros seamos uno con él. Por lo tanto, ayudará a que nuestras limitaciones humanas, sobre todo las que más nos afectan: sufrimiento y muerte, un día desaparezcan, haciendo las cosas diferentes y nuevas como muestra de su accionar, mediante el cual va llevando la creación hacia ese final donde su novedad de siempre se hace patente.

Lo interesante es que el ideal esperanzador de Dios que es celestial, se iguala al ideal humano, de ahí que desde ya y a la luz de la resurrección de Cristo, los creyentes van trabajando por ese cielo nuevo y esa tierra nueva, van tratando de construir la nueva Jerusalén que un día bajará para su consumación, ellos van luchando por hacer desaparecer todo sufrimiento y situaciones de muerte que obstaculizan la presencia de la novedad del Dios que quiere la unión de lo humano y lo divino, de ahí que en todo esto confluye la esperanza humana de que un día, con la ayuda de nuestros Dios, las cosas serán mejores.