Aunque es una fábula, me fascina lo que se cuenta de los fundadores de la Universidad de Stanford, los esposos Leland y Jane Stanford. Trataré de resumirlo. Dicen que ambos, sin cita, llegaron mal vestidos a la oficina del presidente de la Universidad de Harvard, en Boston. Querían hablarle. La secretaria les comunicó que era imposible, porque ellos no eran importantes. La pareja no cedió, expresando que se quedarían hasta que pudieran ser escuchados.
La empleada, para salir de ellos, explicó la situación a su jefe, quien los recibió a regañadientes. Los Stanford le dijeron que su hijo estudiaba allí y que amaba mucho la universidad, pero que recientemente había muerto en un accidente. “En su memoria, queremos donarles un edificio”, concluyeron.
El caballero les indicó que eso era imposible, pues todos los edificios que habían construido costaron más de siete millones de dólares. “No hay problemas, contestó en señor Stanford, haremos una universidad nueva en honor de nuestro hijo”, y se marcharon para iniciar el trabajo.
A Los Stanford los juzgaron por su forma de vestir, por ello evito juzgar por las apariencia y también por la conducta del prójimo, salvo que sea para promover el bien y las buenas obras del receptor. Esto no implica guardar silencio frente a las injusticias, pues eso sería cobardía. Por desgracia, algunos son muy ligeros al momento de juzgar y cometemos errores.
El verbo juzgar me recuerda una etapa de mi vida. Durante casi 7 años fui juez de la Segunda Sala Laboral del Distrito Judicial de Santiago. Al emitir una sentencia, siempre trataba de que la ley estuviera en consonancia con la justicia, lo que en ocasiones se complicaba por tecnicismos o errores de abogados; pero me esforzaba llegando al límite para cumplir ese propósito, buscando que mi conciencia se impusiera. ¡Qué compromiso el de juzgar!
Al juzgar un caso pensaba: “¿Y quién soy para establecer cuál de las partes es culpable o inocente? ¿Acaso tenía condiciones extraordinarias para en un santiamén certificar de qué lado estaba la ley? ¿Y si me equivocaba?”. Créanlo: juzgar no es sencillo, en el caso del juez una decisión puede repercutir de forma abrumadora en la vida de alguien, en su entorno, patrimonio y paz. En la vida ocurre igual.
No nos ceguemos o precipitemos al juzgar. Nos sentenció el papa Francisco: «No juzguen, no juzguen la realidad personal, social, de los demás ¡Dios ama a todos! No juzguen, dejen vivir a los demás y traten de aproximarse con amor». Lo sucedido con los Stanford no es un mito, es una realidad. ¿Cuántos de nosotros nos hemos comportado como la persona que los recibió en su despacho?