Mensaje Pascual de Mons. Piergiorgio Bertoldi, Nuncio Apóstolico.
Parroquia Jesús Buen Pastor, Santo Domingo.- Hemos repasado esta noche la historia de la salvación, profecía de lo que como cristianos estamos llamados a vivir cada día del año: la Resurrección.
La creación, la liberación de la esclavitud de Egipto para llegar a la profecía del corazón y del espíritu nuevos.
Tantos iconos que nos anticipaban la atmósfera pascual que ahora debemos hacer respirar a los hombres y mujeres de hoy.
Ante la abundancia de la Palabra de Dios, me detendré principalmente en el Evangelio y ofreceré algunos elementos de reflexión.
El pasaje se abre con una nota temporal que no debemos pasar por alto: transcurrido el sábado.
Atrás queda el día del silencio de Dios en el que Jesús yacía en el sepulcro y compartía con toda la humanidad el drama de la muerte.
Ante aquella Cruz colocada al pie de los altares, al final de las celebraciones del Viernes Santo, respiramos el derrumbe de la fe de los discípulos.
Después de verle apaleado, humillado con esputos, coronado de espinas, y crucificado hasta expirar, los apóstoles se encontraron perdidos.
El estribillo que los discípulos se decían unos a otros era: “Esperábamos que fuera Él quien librara a Israel”. (Lc 24,21).
Sus expectativas se han visto defraudadas. Jesús, como resucitado, tendrá que llevarlos a comprender para cambiar su perspectiva, no una liberación del Imperio Romano, sino ayudarles a liberarse de la esclavitud del pecado, es decir, esclavitud de relaciones equívocas con Dios, con nuestros hermanos y con nosotros mismos, relaciones sin esperanza de futuro y, por tanto, incapaces de construir el presente.
Los discípulos han permanecido lejos de ese lugar de tormento que es el Gólgota, perseguidos por el temor de llegar al mismo final una vez reconocidos.
Nos apoyó aquella que con su fe y esperanza inquebrantables resistió el impacto de todo ello: María.
Desgarrada por el dolor, por supuesto, pero también segura de aquella promesa que su Hijo le había concedido repetidamente.
Ella fue bañada en aquella sangre y en aquella agua que brotaban del costado abierto de Cristo y así fue sostenida por aquel flujo de gracia.
Lo cantaremos al final de la Misa cuando aclamaremos: Resurrexit sicut dixit, aleluya. Ha resucitado como prometió, aleluya.
En aquella madrugada, las mujeres, movidas por este descontento entre los discípulos, van al sepulcro con aceites preparados para ungir a un muerto.
Una primera nota. Sus corazones están llenos de dolor y amor, pero vacíos de esperanza. Sólo piensan en rendir los últimos honores tradicionales a un difunto que hasta pocos días antes les unía en un dulce vínculo de admiración y afecto; un vínculo que a estas alturas (todas están melancólicamente resignadas) se ha roto para siempre. Su intención es, por tanto, sólo embalsamar un cadáver.
¡Embalsamar a Cristo! Esta es la improbable empresa que se repite en varias épocas, sin excluir la nuestra, cuando se asume ante su “Cuerpo”, o más bien el “Cristo total” que es la Iglesia, la actitud de quien tal vez la respeta, incluso la aprecia como inspiradora y custodia de obras de arte, incluso la apoya y la ayuda en su acción socialmente benéfica, a condición, sin embargo, de que ya no se considere protagonista de la historia, ya no perturbe la falsa paz de las conciencias extraviadas, ya no amoneste valientemente a cada hombre a no confundir el bien con el mal.
Esta “momificación” honorífica no es aceptable para Cristo, aquel que “ha resucitado de entre los muertos y no muere más: la muerte ya no tiene poder sobre él” (Rm 6,9); tampoco lo es por el “Cristo total”, la Iglesia, que actúa a lo largo de los siglos y – sin invadir campos que no le son propios, pero proponiendo incansablemente la meta del reino eterno – no se deja desalojar de los espacios e intereses de la existencia aquí abajo. Estos son los espacios de la dignidad de la persona humana, de sus anhelos de libertad y de vida heridos por la injusticia social; por palabras persuasivas como aborto terapéutico o dulce final de la vida. Estos, entre otros, como la educación para el bien común, la protección de los más frágiles, son espacios que la Iglesia, precisamente porque vive la vida del Señor resucitado, no puede abandonar.
Una segunda nota: la sorprendente noticia de que el profeta de Nazaret ha resucitado, se filtra, se difunde y poco a poco va calando.
Al principio hay desconcierto y una extraña ansiedad ante el sepulcro vacío, con los lienzos funerarios pulcramente doblados. Luego la inquietud se convierte en murmullos de mujeres que, “llenas de temor y espanto” (cf. Mc 16,8) cuentan haber recibido el mensaje jubiloso de un ángel. Finalmente, es el mismo Jesús vivo y resplandeciente – con la verdad y la integridad de su ser, autentificadas por las cicatrices de sus heridas – quien se muestra y habla a María Magdalena, a Pedro, a Santiago, a los dos de Emaús, a los apóstoles y a más de quinientos discípulos.
La historia se invierte y un joven vestido de blanco les encarga la tarea de anunciar a los discípulos y, por tanto, al mundo: Jesús ha resucitado.
Esta es la tarea que se nos confía esta noche, después de un día habitado por la tristeza y el desconcierto.
Esta es la buena noticia que da un vuelco a la situación.
El Papa Francisco dijo sobre este tema en su homilía de la Vigilia Pascual del año pasado: “Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia”.
Vivimos malos tiempos marcados por las guerras y la violencia – nosotros, en esta mitad de la Isla Española, no podemos dejar de llevar en nuestros corazones el sufrimiento y los afanes de nuestros hermanos de Haití – vivimos tiempos marcados, por un lado, por el lenguaje duro, y, por otro, por la enfermedad y la discordia.
Sin embargo, estamos llamados, como dice Pablo en la lectura que leeremos mañana por la mañana, a mirar a las cosas de arriba.
Cristo ha resucitado, porque también nosotros estamos llamados a resucitar con Él.
Esta es nuestra vocación común: resucitar.
Somos del Resucitado y en medio de las tinieblas del mundo estamos llamados a ser estrellas resplandecientes y así somos capaces de dirigir verdaderamente nuestra mirada no a las cosas de la tierra, sino a las del cielo.
Entonces nuestros miedos se transforman en el coraje de quien desafía las circunstancias desfavorables.
La valentía que veremos en los apóstoles después de Pentecostés para anunciar al Cristo muerto y resucitado a todo el mundo conocido.
Ya no es tiempo de miedos, de temores, sino de valentía porque el mundo de hoy está esperando que seamos capaces de mostrarles dónde está la verdadera Luz que ilumina las tinieblas de la humanidad.
“Hermana, hermano – así terminaba la homilía del Papa Francisco en 2021 – hermana, hermanos si en esta noche tu corazón atraviesa una hora oscura, un día que aún no ha amanecido, una luz sepultada, un sueño destrozado, ve, abre tu corazón con asombro al anuncio de la Pascua: “¡No tengas miedo, resucitó! Te espera en Galilea”. Tus expectativas no quedarán sin cumplirse, tus lágrimas serán enjugadas, tus temores serán vencidos por la esperanza. Porque, sabes, el Señor te precede siempre, camina siempre delante de ti. Y, con Él, siempre la vida comienza de nuevo”.