Suelo recibir currículos de abogados que desean pertenecer a mi oficina o los recomiende con algún amigo. Lo primero que observo es la ortografía, pues eso que aparenta simple, puede definir en el futuro su calidad profesional y su éxito, resaltando que lo más importante es la ética, la responsabilidad y el estudio constante.
Lo leí hace días, desconozco su autor: “La mala ortografía es un enemigo silencioso; la gente te lee, observa el error, no piensa bien de ti, pero no te dice nada”. Al menos en mi caso, razono de igual manera, siempre con el riesgo que implica juzgar. Y por ello me duele en el alma cometer esos yerros, como la vez que escribí en un artículo “reberso” por “reverso”.
Recordé de inmediato que cuando era juez de los tribunales de la República y un abogado depositaba instancias con faltas ortográficas muy evidentes, intuía que su cliente no estaba representado de la mejor forma, aunque eso no incidía en mi decisión. Y si el escrito estaba impecable, en mi interior felicitaba al demandante o demandado por elegir un abogado así.
Lo triste es que la buena ortografía está en desuso, como si molestara asumirla; podría incluso afirmarse que en ciertos círculos está desacreditada, en especial en las redes sociales, donde aparecen palabras irreconocibles por nuestro diccionario. Es un nuevo idioma.
Otro aspecto lamentable es que en no pocas ocasiones escucho gente de diversas edades expresar hasta con orgullo: “¿Qué se gana con escribir correctamente? ¡Eso a nadie le importa!”. Respondo que una buena ortografía refleja en la persona pensamientos claros y organizados, respeto a los demás y a sí mismo, donde además debe enfocarse en que lo expresado sea coherente y de fácil entendimiento.
Hoy, como nunca antes en la historia, todos tenemos acceso a la adecuada ortografía, basta con abrir nuestros celulares o computadoras y ya, muy fácil; pero hoy, por igual, nunca la ortografía había estado tan maltratada, con el agravante de que lo hacen quienes tienen oportunidad de aprender a escribir apropiadamente. Para colmo, el que escribe mal también habla mal. Ambos aspectos están relacionados.
Esto se soluciona con una simple palabra: ¡leyendo! Pero ahora nadie lee, salvo que sea obligado en la escuela o la universidad. Por ejemplo, pregunten en un grupo de jóvenes si han leído a Pedro Mir, Salomé Ureña de Henríquez, Manuel del Cabral o los clásicos de la literatura universal o al menos un periódico del día. El interés por la lectura y la cultura cedió el paso a la atracción por lo banal y comercial. Leamos, para que al escribir respetemos a Cervantes y se facilite lograr nuestras metas.