Entre las experiencias más cicatrizantes de la vida está el sufrimiento humano, es decir, aquella condición que altera mi equilibrio y me coloca en una condición de inseguridad, de vulnerabilidad. El primer instinto puede ser pedir ayuda, darse cuenta de que solo no sirve para afrontar estos pasajes existenciales. Un niño se dirige instintivamente a su madre, un adulto busca la ayuda de un amigo o de un ser querido, una persona mayor espera ante todo la de sus hijos. Aquí, ese deseo espontáneo que impulsa a los hombres y mujeres que sufren procede de su naturaleza social. La enfermedad y el sufrimiento hieren no sólo el cuerpo, sino también nuestra naturaleza relacional, espontáneamente vamos en busca de una cura que también es relacional, apoyándonos en quienes pensamos que pueden aliviarnos de la experiencia dolorosa.
Es significativo que en el Evangelio de Marcos el primer milagro sea la curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-30) – lo recordamos bien también porque fue el texto evangélico del domingo 4 de febrero.
Después del exorcismo en la sinagoga para sanar nuestra relación con el Padre, Jesucristo entra en un hogar, entra en nuestras relaciones más cercanas, las que tenemos con el padre y la madre, con la esposa, los hijos, y lo hace porque también hay, muchas veces, división.
Más allá de la gravedad o no de la fiebre de la suegra de Pedro, lo que revela el texto evangélico es que su enfermedad pone en tal crisis las relaciones domésticas que toda la casa está como si tuviera fiebre.
El verbo griego que utiliza el evangelista tiene que ver con el fuego, se podría traducir que la suegra de Pedro estaba inflamada, estaba ardiendo. En definitiva, una enfermedad que también tiene sabor a protesta, sí porque la única protesta que podemos hacer en nuestra vida cuando ya no tenemos nada por lo que protestar es ¡enfermarnos!
Lo dicen los psicólogos, lo dicen los médicos y lo dicen muchas tradiciones de la medicina ancestral.
Por cierto, la casa de Pedro está en un lugar privilegiado, de hecho, en Cafarnaúm había un templo dedicado a Esculapio, el dios de la medicina, y aún hoy existe un importante hospital.
Por lo tanto, curar la enfermedad también tiene que ver con la experiencia de la persona.
Por eso, el Papa Francisco abre su mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo con una cita del Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo” (2,18), recordándonos que, dada su naturaleza social, el cuidado de los enfermos implica también el cuidado de las relaciones.
En el tiempo y el contexto cultural en que vivimos, inmersos en una imparable tendencia individualista, esta palabra ilumina tanto el cansancio del que sufre como el del que cuida. Ambos viven un tiempo que requiere gestos de cuidado. El Papa nos recuerda que el primer cuidado que necesitamos es la cercanía, llena de compasión y ternura. En el episodio de Cafarnaúm, esta dinámica es evidente: “Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó”. Un gesto de profunda ternura.
En la sociedad científica, consagrada al análisis de los datos para comprender los fenómenos, parece casi banal o romántico volver a hablar de ternura. En realidad, ambas cosas no se oponen en absoluto, sino que deben integrarse en un nuevo paradigma de los cuidados: la investigación científica y la clínica ofrecen la terapia necesaria para combatir el dolor y la enfermedad; los cuidadores son profesionales de la salud, capaces de combinar la ciencia y el arte de curar; la relación se convierte en el lugar de encuentro para acompañar la experiencia de la persona que sufre, con los instrumentos más humanos de que disponemos, es decir, la compasión y la ternura; los familiares, los amigos y el afecto son también portadores de una dimensión empática que apoya y acompaña a la persona que sufre contra toda soledad o abandono.
Si hay una primera pista que podemos extraer del estilo de Jesús, es que sin un cuidado de las relaciones es difícil curar las enfermedades, sin un cuidado de las relaciones que surgen por ejemplo en la práctica profesional del médico de familia o de barrio, incluso las intervenciones de los especialistas corren el riesgo de ser ineficaces al menos porque a menudo llegan tarde.
Si algo tienen en común los distintos sistemas sanitarios, los de los países más modernos y los que están en vías de desarrollo, es una cierta crisis de los modelos asistenciales ante los problemas de financiación o de gestión sanitaria.
La prueba está en la diferencia entre ser cuidado y sentirse cuidado: la diferencia es la falta de ese espacio empático que llene los gestos de cuidado de un enfoque necesario para que el cuidado integral de la persona sea pleno y eficaz. Esto también será bueno para el cuidador, porque la gratitud que las personas cuidadas devuelven a quienes les aliviaron el sufrimiento es la primera y más importante recompensa necesaria para seguir prestando un servicio a la humanidad doliente, que es desgastante. Estar expuesto cada día al dolor y al sufrimiento de los demás requiere un fortalecimiento continuo del motivo ideal que lleva a atender las necesidades de salud.
Una medicina eficaz, un servicio sanitario eficiente y una asignación adecuada de los recursos públicos requieren modelos asistenciales sostenibles en todos los sentidos. Pero, sobre todo, capaces de atender al que sufre de la manera adecuada.
No de cualquier manera. El samaritano del pasaje evangélico (Lc 10, 25-37) es recordado sobre todo por sus gestos: se hizo prójimo, vendó las heridas, acompañó al que sufría, se aseguró de que fuera atendido hasta su curación. Pero todo comenzó con una actitud vigilante, aminoró su paso, pospuso sus planes, se ofreció a escuchar el grito de dolor.
El Papa Francisco nos invita a adoptar la mirada compasiva de Jesús: “Cuidemos a los que sufren y están solos, tal vez marginados o descartados”. Un comportamiento al que todos estamos llamados, en virtud de ese mandamiento que nos pide amar a los que nos rodean, empezando por los más vulnerables.
“Los enfermos, los frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia y deben estar también en el centro de nuestra atención humana y pastoral”.
Muchas gracias, por invitarme a este foro y por escucharme en esta mañana.
¡Que Dios los bendiga!