Hace un tiempo escribía que el que vive con miedo no vive, y son muchos los miedos que vienen a nuestra vida, incluso miedos irracionales y de todo tipo. De donde menos uno cree aparecen, nos sorprenden y hasta arruinan nuestra existencia.
Hoy muchos viven repitiendo como papagayos y clichés la frase de que “no vivimos un cambio de época, sino una época de cambios’’, pues resulta que a muchos estos cambios continuos y constantes de hoy le inspiran miedo, incluso a gente de Iglesia, pues como decía Erasmo de Rotterdam: “Al hombre no le gusta el cambio, porque el cambio significa mirar en el fondo de su alma con sinceridad, desafiarse a sí mismo y a su vida. Para ello hay que ser valiente, tener grandes ideales. La mayoría de los hombres prefieren revolcarse en la mediocridad, hacer del tiempo el estanque de su existencia”.
No hay un ideal más grande que el cristiano, ya que traspasa esta vida, la historia y el universo. Invita a ir hacia delante, más allá de nuestras fronteras temporales y existenciales. Pero sucede que el cristianismo concretamente en nuestra Iglesia, ha ido acumulando una serie de elementos que considera irremplazables e irrenunciables, que muchas veces se confunden con la doctrina base, que es sustento de la fe y base formativa de dichos elementos.
Muchos esquemas nuestros se petrifican y se han petrificado en el tiempo, y lo seguimos repitiendo, como si el hombre y el tiempo se han quedado estáticos en una especie de paradoja hubieran antojadiza a la cual controlamos, y no es así, la Iglesia y la fe cristiana están para acompañar a ese hombre que va caminando, que no se detiene, que vislumbran nuevos horizontes, nuevos caminos para la realización de su corta o larga, en términos efímeros temporales de su existencia.
Tal parece que lo último que decía Erasmo lo hacemos realidad, pues queremos seguir revolcándonos en lo mismo, como si el reloj del tiempo (si lo hay), sus agujas se hayan detenido, o lo de Jorge Manrique de que tiempo pasado fue mejor.
En la Iglesia y en el cristianismo se nos olvida aquella frase final y lapidaria de apocalipsis 21,5: “Miren que hago las cosas nuevas”, Dios ha ido cambiando la temporalidad del ser humano desde sus inicios, le ha dado la capacidad de generar nuevas cosas como él mismo desde un principio ha hecho, para beneficio de la humanidad creada, la historia de la revelación ha sido el cambio de modelo del Dios operante en bien de la salvación del hombre pecador, si ha tenido un punto final en Jesús, pero sin discontinuidad de todas las potencialidades humanos que siguen propiciando la realidad cambiante en lo histórico y temporal que vivimos.
Pero el ser humano, y en nuestro caso el creyente, sigue teniendo miedo al cambio, aunque tiene la certeza de un Dios que camina con él, que nunca le abandona ni te abandonará. Aferrarse a ciertos criterios petrificables, más que afirmar la fe en el Dios de siempre, nos hacen ver nuestra falta de fe en un Dios vivo, que no se detiene y lleva providencialmente la vida y la historia por unos procesos cambiantes, que en vez de apartarnos de él, buscan poder ver su grandeza, y no la mismidad de siempre, de un todo lo mismo, de un aburrimiento y mediocridad, que menosprecian lo que somos y lo que el mismo Dios quiere de nosotros.
En definitiva, el asunto no es cambiar por cambiar, estamos abocados al cambio, por nuestra naturaleza dada por Dios y por lo mismo que él nos ha dado, debemos desterrar nuestros miedos y abocarnos valientemente y desde la fe a este desafío perenne de nuestra vida y nuestra fe.