El Señor dijo a Moisés y a Aarón: “Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, será llevado ante Aarón, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un hombre con lepra: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.” (Levítico 13, 1-2.44-46)
Los capítulos 13 y 14 del libro del Levítico nos trae la normativa que se debe de seguir en caso de que uno de los miembros de la comunidad tuviera una afección de la piel, signo de impureza (la palabra “impuro” aparece cinco veces en nuestro texto). En las traducciones de la Biblia Hebrea las afecciones de la piel (sara’as) se recogen bajo el nombre genérico de “lepra” (que nada o poco tiene que ver con la lepra que conocemos hoy día), pero bien podía ser cualquier afección cutánea, como es el caso de una dermatitis, una soriasis o un eczema.
En muchos casos, una enfermedad contagiosa de la piel se consideraba un castigo de Dios. El afectado debía seguir fielmente las indicaciones del sacerdote, quien se supone que es el experto a la hora de distinguir lo puro y lo impuro. Quien era declarado con “lepra” debía cumplir al pie de la letra con lo que se dice al final de nuestro texto: “andar harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!”… vivir solo…fuera del campamento”. El grito de ¡impuro, impuro! servía para alertar a los demás de que se alejarán del afectado. Estamos ante la exclusión total: el enfermo queda excluido de la ciudad y de la comunidad religiosa; de su casa y del templo. Tendrá que vivir su vida sin Dios y sin los hombres. Su reintegración a la comunidad solo era posible después de vivir su cuarentena y que el sacerdote certificara que podía hacerlo. En línea con este pensamiento es que en el Evangelio Jesús envía a los leprosos a que vayan donde el sacerdote para que les conceda su “certificación” de que ya están sanos.
Cualquiera estaba expuesto a una de esas enfermedades de la piel. La Biblia nos trae varios casos concretos. Un rey de Judá, Azarías (2Re 15), fue uno de ellos. Tuvo que abandonar el palacio real y someterse al aislamiento que prescribe la ley del Levítico. Su “lepra” se entiende como castigo divino y debe padecerla de forma vitalicia. Otro caso emblemático es el del general asirio Naamán, curado por Eliseo. Un hecho anecdótico: cuando el general, después de ser curado, quiere pagar al profeta Eliseo por la curación, este se niega a recibir el pago. Gehazí, siervo del profeta, se enoja con su amo por no aceptar el estipendio. Gehazí es castigado siendo contagiado con la lepra de Naamán por desafiar a su amo.
Dado que sanarse de “lepra” era volver a la inserción en la sociedad y en la comunidad religiosa, quien padecía esta enfermedad vivía un doble sufrimiento: el de la enfermedad y el del aislamiento. No se sabe cuál de los dos es peor. Sentirse solo y abandonado podría suponer un sufrimiento mayor que el producido por alguna enfermedad cutánea, porque por encima de todo somos seres relacionales. En la antigüedad suponía, incluso, una exclusión mayor ya que no solo se padecía la soledad respecto a la familia, sino que las concepciones religiosas hacían creer que el mismo Dios había abandonado al enfermo, ya que era tenido por pecador, y la enfermedad como un castigo.
Cuando Jesús sana leprosos les está devolviendo una triple salud: física, emocional y espiritual. Se trata de una salud integral. Al sanarlos físicamente les brinda la oportunidad de que vuelvan a donde su familia y a la comunidad religiosa que pertenecen. Limpiar a los leprosos, es entonces, signo de comunión. Es como si se les dijera: no está bien que vivan aislados; su lugar está entre los demás miembros de la comunidad. Aparece un gesto en las sanaciones que Jesús realiza con los leprosos: les tiende la mano. Con ese gesto les devuelve la posibilidad de la comunicación, precisamente algo de lo que carece quien se ha visto obligado a vivir extramuros, lejos de Dios y de los hombres.