Así dice el Señor: “A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!”, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.” (Ezequiel 33, 7-9)
Responsabilizarse del otro. He ahí el tema. Aparece el profeta siendo enviado como centinela que debe vigilar el comportamiento de cada israelita, no para juzgarlos, sino para ayudarlos a mejorar su conducta. Además de transmitir su mensaje profético tendrá que ser medio de salvación para otros. Pontífice, decimos hoy (quien hace de puente). Aunque esto no elimina la responsabilidad personal por el pecado cometido. No olvidemos que además de su identidad profética Ezequiel encarna un talante sacerdotal bien definido (posiblemente fue sacerdote en el templo de Jerusalén antes de ser profeta, su mentalidad sacerdotal nunca la perdió). Recordemos además que su vocación profética la vive en el exilio de Babilonia, a donde tuvo que emigrar junto con un considerable número de judíos. Ese contexto hace más evidente la encomienda que se le hace a ser centinela: cuidador de sus hermanos.
Desde joven, Ezequiel fue testigo de un pueblo que marchaba a la ruina. Él mismo fue teniendo un proceso de transformación inesperado. A los 25 o 26 años fue exiliado con muchos otros en la primera deportación judía ocurrida en el año 597 a.C. Un joven que había sido educado para desempeñar el sacerdocio en el templo de Jerusalén de repente se ve forzosamente empujado a dejarlo todo para marchar a Babilonia. Con las instituciones sagradas de su nación ve derrumbarse también su proyecto de vida personal. Aquello para lo que había sido educado y preparado se desmorona ante su mirada. La conmoción tuvo que ser casi insoportable. Ahora, en el exilio, en la última etapa de su ministerio profético, tendrá que vivir su sacerdocio desde otra perspectiva. Ya no predominará el aspecto cultual, sino el de centinela del pueblo. Vigilar y cuidar a los judíos exiliados con él es la misión que se le pide.
La transición de su identidad sacerdotal a la vocación profética se desarrolla en torno a sus 30 años. Una experiencia psicológica y espiritual, recogida en los primeros tres capítulos de su libro, lo marcaría para siempre. Nos dice que junto al río Kebar, en Babilonia, estando entre los desterrados, experimentó a Dios de una manera inédita. Dice: “a su vista caí rostro en tierra y oí una voz que hablaba: Yo te envío a los israelitas…, les comunicará mis palabras, te escuchen o no te escuche”. Si nos fijamos, ya aquí aparece la posibilidad del rechazo de su mensaje tal como se expone en el texto que leemos hoy: “si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.”.
Dos expresiones simbólicas recogen cómo entendió el profeta aquella experiencia desbordante: “el espíritu irrumpió sobre mí” y “la mano de Dios fue sobre mí”. Expresiones surrealistas que intenta dar cuenta de la vivido por la persona que ha tenido un encuentro inesperado con Dios. Irrumpir da la idea de algo que atraviesa el interior de la persona, y la mano que se posa “sobre mí” hace pensar en algo que aplasta o que cubre por completo. Así, alcanzado hasta sus fondos, Ezequiel se vio precisado a abandonar su mentalidad sacerdotal para abrazar la vocación profética. Pero como hemos visto, a raíz de nuestro texto, el talante sacerdotal nunca desapareció por completo, ahora tendrá que ejercer ese ministerio desde otra perspectiva que la cultual.
Pero, además, el contexto en que le tocó desempeñar su ministerio nada tenía que ver con la Jerusalén devastada que dejaba a sus espaldas. Ahora se encuentra en tierra extranjera e impura, donde supuestamente no podía estar presente Yahvé, su Dios, y donde a un judío se le haría imposible vivir su identidad yavista. Allí no hay templo, ni tierra propiedad de Yahvé, ni función sacerdotal a la usanza; tendrá que tomar conciencia y hacérsela tomar al pueblo de que nuevos caminos se abren en la historia de salvación. Tanto él como todos los judíos tendrán que aprender a ser creyentes de otro modo. Una nueva etapa en su vida personal se abría: la de ser atalaya, centinela de sus hermanos.