No se necesitan milagros para ir hacia Jesús
Queridos amigos, queridos peregrinos, queridos devotos de la Virgen de la Altagracia o tal vez simplemente, queridos dominicanos, porque si bien es cierto que llevo menos de un mes entre ustedes, hasta hoy no he podido encontrar un dominicano que no mire con cariño a la Madre y Protectora de este hermoso País.
Permítanme agradecer a Monseñor Jesús Castro la invitación a celebrar en este Santuario la Solemnidad de la Asunción, mi segunda celebración pública después de la realizada en la Catedral de Santo Domingo junto a los miembros de la Conferencia Episcopal.
Gracias porque aquí puedo tocar con mis propias manos la sensibilidad religiosa y la fe del pueblo dominicano.
Hace un año este santuario, y con el toda la República Dominicana, celebró el centenario de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de la Altagracia.
El Papa Francisco también se sumó, enviando, junto con la rosa de oro, un hermoso mensaje, en el que escribía: “La Virgen de la Altagracia ha sido para el pueblo dominicano fuente de unidad en los momentos difíciles, mano segura que sostiene en las contrariedades que se presentan en el diario caminar. Con su protección y amparo, Ella nos impulsa a cuidar y mantener encendida la llama de la esperanza que nos legaron nuestros mayores en la fe, y a transmitirla a los demás con humildad, confiando en la gracia del Señor”.
Al recordar aquellos momentos de celebración, tal vez nos asalta la duda de estar mirando simplemente hacia atrás, en lugar de hacia el futuro, pero sobre esto el Delegado del Papa para aquellas celebraciones, Mons. Edgar Peña Parra, ya había expresado unas palabras claras: miramos al pasado para comprender el hoy, sus fragilidades y sus oportunidades, para construir un futuro anclado en los valores del Evangelio, y señalaba: “debemos estar atentos a la colonización ideológica que pretende aniquilar el valor sagrado de la vida humana, desde su inicio hasta su fin natural”. Una colonización “Que se obstina, también, en tratar de desmantelar la importancia de la familia, como célula fundamental de la sociedad, necesaria para el sano crecimiento de los pueblos. Intenta, asimismo, robar el futuro a las jóvenes generaciones, proponiéndoles un camino incierto, que no tiene más alternativa que la precariedad de lo provisional”.
El Evangelio de hoy nos ayuda a comprender cómo mirar atrás no con mera nostalgia, sino para llevar al corazón – en latín recordar significa esto re cor dare: llevar al corazón – la esperanza que nos hace caminar con María desde Nazaret hasta la casa de Zacarías a través de una región montañosa, a través de las dificultades de la vida.
Con motivo de la solemnidad de la Asunción, la liturgia nos presenta una vez más el Magníficat.
Me gustaría detenerme un poco en este cántico y subrayar dos aspectos.
El primero se refiere a su relación con lo ocurrido en Nazaret. No podemos entender el canto de María si no partimos del momento de su llamada, de su vocación.
En Nazaret, María se puso completamente a disposición de la obra de Dios, confiaba. Y confiar en este caso, significa poner la propia vida en la Palabra de otro, sin ningún proyecto ni vida que no sea la que Dios está moldeando.
María estaba ahí, ella creía, unió su vida a esta obra, la eligió, se responsabilizó de ella y renunció a todo lo demás. La imagen de Altagracia, su mirada amorosa de Madre contemplando al Niño que duerme (Francesco), lo resume casi todo.
Así que María parte de Nazaret, va a donde su prima Isabel e inmediatamente tiene una confirmación de que esta confianza de alguna manera está “funcionando”, que la obra de Dios es verdadera y que Dios está realmente obrando.
Y de aquí surge el Magníficat de María. La oración de alabanza, la vida como alabanza que no es simplemente decir que el Señor es bueno, es fiel, es misericordioso. La alabanza no es una poesía.
La alabanza es un abandono total a la voluntad de Dios, es un profundo consentimiento a su obra, es armonía con él.
La alabanza brota de una experiencia de salvación que nos tocó en la carne.
También es un poco como la experiencia de Pedro en el Evangelio del domingo pasado, que sin la ayuda de Jesús se habría hundido. Me gusta este pescador que se parece a mí, a nosotros, hombre de agua y roca. Me gusta por ese péndulo suyo tan humano entre la fe grande, infantil y un poco loca que le empuja fuera de la barca, y la fe corta y contraída que le hace hundirse; por la capacidad de soñar que hace brotar los milagros, y el miedo repentino que le hace hundirse. Pedro da pasos de milagro en el lago, en medio de la tormenta, y en medio del milagro su fe entra en crisis: “¡Señor me hundo!”. El milagro no produce la fe. No se necesitan milagros para ir hacia Jesús. Al ver que el viento era fuerte, le entra miedo: no se ve el viento, pero Pedro ya no tiene ojos para Jesús, sino sólo para las olas, la tempestad, el caos. “No consultes con tus miedos, sino con tus esperanzas y tus sueños” (Juan XXIII). En lugar de eso, Pedro pide consejo al miedo y se hunde. En medio del milagro duda, mientras es preso de la duda cree: “¡Señor, sálvame!”. Dios salva, eso es la fe. Al igual que María, imagino que Pedro, salvado de las aguas por Jesús, también expresó su alabanza.
Entonces, concretamente, la alabanza surge cuando una persona simplemente se da cuenta de la presencia y obra de Dios en sí misma.
El segundo aspecto se refiere al contenido del Magníficat, que es el contenido de la obra de Dios, la forma en que Él decide actuar. Si quisiéramos resumirlo, en una palabra, podríamos usar el verbo “volcar”.
María ve que cuando Dios entra en la historia “vuelca” la vida: quien está arriba acaba abajo, quien está abajo acaba arriba. Los ricos se vuelven pobres y los pobres se vuelven ricos. Los pequeños crecen y los grandes se hacen pequeños. Estériles dan a luz, los ciegos ven, etc.
El Señor lo hace simplemente porque él mismo, en primer lugar, vuelca su propia situación y se pone del lado del hombre. Más aún, se pone del lado del pobre, de los pequeños. Él, que es Dios, se convierte en hombre.
Y, cuando entra en la historia, suele volcar la situación y lo hace hasta la Pascua, cuando incluso el reino de la muerte es derrocado, cuando el pecador es justificado, cuando la vida nace de la muerte …
Este pasaje nos enseña, en primer lugar, que el camino de la vida, a la luz del camino de María, puede concebirse como un viaje de Nazaret a la casa de Isabel.
Toda la vida está llamada a convertirse en un himno como éste, no en el sentido poético del término, sino en una asimilación diaria de los sentimientos sobre los de Cristo, en un abandono, a veces dramático, marcado por la experiencia de la cruz a la voluntad del Padre. Esta es una vida que alaba a Dios.
Y también nos enseña a dejarnos “volcar”.
Así obra el Señor con todos: entra y vuelca. Utiliza nuestros límites, va a vivir en nuestra debilidad, elige las zonas más oscuras para traer una novedad de vida. No es obvio “dejarse volcar”, dejarse hacer, dejarse transformar. Es mucho más fácil convertirse en observadores perfectos que en personas capaces de dejarse “derribar” por el Señor, es decir personas libres. Es mucho más fácil ser personas que triunfan, que lo logran, que personas que se dejan transformar.
La solemnidad de la Asunción es la celebración del cumplimiento de este designio de Dios, que María anticipó en su persona. Desde el Sí de Nazaret, a la alabanza en la casa de Isabel, a la cruz y luego al encuentro con el Resucitado, María es el primer testigo de la participación plena en la vida pascual. Es la figura de la Iglesia, que conserva y celebra en alabanza la Obra de Dios, la salvación, y da testimonio en el mundo de la libertad de los Hijos de Dios, es decir, de personas “volcadas” pero felices.
Que el Señor nos conceda la gracia de hacer, como María, este viaje de Nazaret a la casa de Zacarías e Isabel, y en el transcurso de este viaje, poco a poco crezcan nuestro ser alabanza y crezca nuestra libertad.
Que el Señor nos conceda la gracia que la peregrinación a este Santuario de la Virgen de la Altagracia sea el primer paso en nuestro camino de transformación, no sólo interior, sino también comunitaria y social, siguiendo la invitación de los Obispos Dominicanos: Seamos honestos y practiquemos la justicia.