He estado en El Salvador tres veces. La primera en el año 1997, participando en un evento que promovía la paz en la región. En ese momento prácticamente no salí del hotel por culpa de la inseguridad que existía en todo el país. La tensión se respiraba en el ambiente.
La segunda vez fue el año pasado y la tercera hace apenas días. En ambas ocasiones, donde mi principal misión era deportiva, sí pude disfrutar de esa hermosa nación y compartir bastante con su gente.
Me encanta viajar, iniciando porque me fascina leer en el avión, algo que no me logro explicar; quizás sea porque alguien dijo que cuando viajamos es como si leyéramos y cuando leemos es como si viajáramos.
Antes de visitar un país, me preocupo por conocer su historia, cultura y tradiciones. Y ya en el lugar, acudo a sus museos, lugares donde venden sus comidas típicas, iglesias, cementerios y los mercados de frutas y de artesanía. Suelo ir por igual a conciertos de su música autóctona, la cual me esmero en bailar cuando procede.
Pero, lo más importante, me enfoco en sus habitantes, en cómo actúan, si son hospitalarios, si se sienten orgullosos de su nacionalidad, si tienen una sólida identidad, si andan tristes o alegres por las calles y si tienen asegurado lo básico para vivir con dignidad.
Previo a mi más reciente estadía en El Salvador, estuve en varios países latinoamericanos. En todos me advirtieron que tuviera cuidado al salir, pues había mucha violencia, asesinatos y robos. Y pensaba: “es complicado viajar así, teniendo limitado el derecho de libertad tránsito”. De todas maneras, con la precaución debida, hacía los recorridos que tenía programados.
Con relación al último aspecto, en El Salvador la historia fue distinta, resaltando que no es mi intención juzgar a profundidad la política en materia de persecución al crimen del gobierno presidido por Nayib Bukele. Algunas de sus decisiones pueden ser cuestionables, pero no pocos entienden, incluso en el mundo, que presentan más luces que sombras.
En El Salvador nadie me aconsejó que fuera precavido al salir; al contrario, comentaban del alto grado de seguridad que había. Y eso se notaba en cada espacio, en sus montañas y lagos, en sus volcanes y ríos, hasta en las sonrisas de sus ciudadanos.
Observé un pueblo bueno que trabaja por su felicidad y bienestar, dentro de las carencias propias de nuestro injusto Tercer Mundo, con sus evidentes espacios de pobreza. El Salvador se siente activo, un comercio creciente, sus restaurantes repletos, las ciudades limpias, con reglas del juego claras, con la esperanza en que continuará el desarrollo. Espero volver pronto. Me sentí bien, cómodo.