Dijo Jeremías: “Oía el cuchicheo de la gente: “Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo.” Mis amigos acechaban mi traspié: “a ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él.” Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno que no se olvidará… Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos, porque a ti encomendé mi causa. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos.” (Jeremías 20,10-1
Un trozo del libro del profeta Jeremías que constituye una de las cumbres de su mensaje profético. Forma parte de la última de las llamadas “confesiones de Jeremías”. Son cinco en total (Jr 12,1-6; 15,10-21; 17,14-18; 18, 18-23; 20, 7-18). Se asemejan mucho a los salmos de lamentación. En ellas el profeta expresa en primera persona los sentimientos, pesares y angustias en el ejercicio de su ministerio. Un afamado especialista las ha llamado “eco de diálogos de corazón consigo mismo y con Dios” (Von Rad). “Diálogos desde los abismos sombríos de su existencia”, los ha llamado otro. Páginas de desahogo, en todo caso. En esta última nos encontramos con una mezcla de lamento, expresiones de confianza y gritos de desesperación. Una amalgama de sentimientos contradictorios revolviendo el corazón.
Amplío la consideración que hace von Rad sobre las “confesiones de Jeremías”: “Aquí nos encontramos con toda la escala de males psíquico-humanos: miedo ante la afrenta, espanto ante el fracaso, desaliento sobre la propia fuerza, duda sobre principios de fe, soledad, compasión, decepción hasta llegar casi al odio a Dios. No falta nada de lo que le puede ocurrir al corazón del hombre. Y todo eso es dolor, decepción, acobardamiento ante su vocación profética”.
En todas esas confesiones o lamentaciones podemos notar que el profeta ha sido llamado para una misión irresistible. Al tiempo que maldice el día de su nacimiento y de su llamada, confiesa que Dios lo ha seducido y él se dejó seducir (20,7). Jeremías ha sido llamado con la fuerza de la seducción. El texto deja entrever que se trata de la misma experiencia tenida por la pareja de amantes cuando el uno intenta conquistar a la otra. Enamoramiento y atracción erótica son parte de esa experiencia. Al decir “me dejé seducir” revela su libertad para acoger la propuesta divina. No ha sido obligado ni es un títere, simplemente se dejó conquistar. Su criterio y determinación no han quedado anulados al momento de responder. “Su corazón está donde él ha querido que esté”. Se queja, maldice, critica; pero no merma en su pasión y entrega. El profeta confiesa que está donde quiere estar.
Tres momentos podemos distinguir en el texto que hoy nos ocupa: la situación del profeta (está siendo objeto de una trama perversa en su contra), una confesión de fe (“el Señor está conmigo”) y una oración en la que Jeremías reconoce la intervención de Dios en favor suyo, al tiempo que invita al canto y la alabanza.
El profeta está pasando por una fuerte conmoción emocional. A lo largo de su vida Jeremías se vio permanentemente amenazado, tanto por amigos como por enemigos, hasta que finalmente fue hecho cautivo. Las crisis personales, vocacionales y existenciales nunca lo abandonaron. Su situación de sufrimiento alcanza aquí su punto más alto. De en medio del sufrimiento y la desesperación que lo embarga deja salir un rastro de confianza: “el Señor está conmigo”. No todo es malestar; la invitación al canto y a la alabanza deja entrever un resquicio de gozo en medio del dolor y la desilusión. Es la experiencia plural de Dios que suele tener todo creyente.