Por Eduardo M. Barrios, S.J.
La cordialidad de junio proviene de los dos mejores corazones. El viernes 16 se celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, y a continuación, sábado 17, la fiesta del Inmaculado Corazón de María.
Dada la unión de la Santísima Virgen a la obra de su Hijo, con frecuencia la Liturgia los acerca. Si hay Ascensión del Señor, hay Asunción de María. Si el 14 de septiembre se exalta la Santa Cruz del Redentor, al día siguiente, el 15, se venera a la Virgen de los Dolores. Se dice con razón que el culto y la vida cristiana tienen una dimensión marial. Hay gran relación entre los dos corazones. Nadie recibió tanto del Señor como María ni nadie aportó tanto.
Por razones de brevedad, vamos a centrarnos solamente en el culto al Corazón de Jesús, culto que se intensifica durante todo el mes de Junio.
Digamos que no se trata de una devoción opcional, como puede serlo a un santo o santa del calendario. En el fondo es una devoción esencial y necesaria, pues tiene como centro el amor de Dios revelado en y por Cristo, y nuestra correspondencia a ese amor. Hemos de corresponder en sentido vertical, amando a Dios, y en sentido horizontal, amando a nuestros prójimos.
El Papa Pío XII enseña que esta devoción es “expresión y profesión perfecta de la religión cristiana”. Un Superior General de los Jesuitas, P. Kolvenbach, dictó una charla hace varios años en Valladolid, España. Entre otras cosas dijo esta frase impresionante: “No se puede ser cristiano sin una espiritualidad del corazón”. Eso significa que el Cristianismo pide algo más que ritos externos. El verdadero cristiano busca profundizar dentro de sí, su corazón, y profundizar, sobre todo, en el Corazón humano-divino del Salvador.
Se trata de tener fe personal, no folklórica. El amor personal de Jesús por nosotros sólo se contenta con una respuesta de amor personal. Como escribió el insigne teólogo Karl Rahner: “En la devoción al Sagrado Corazón adoramos a la Persona del Señor bajo la imagen de su Corazón, que simboliza su centro primordial, la fuente de todos sus pensamientos, proyectos y sentimientos”.
Aunque insignes hijos de la Iglesia, como Santa Margarita María de Alacoque, San Claudio de la Colombiere, San Juan Eudes y otros muchos dieron impulso a este culto y popularizaron la iconografía cordial, sin embargo debemos dejar claro que las raíces de la devoción llegan hasta la Revelación original y oficial, o sea, a la primitiva Tradición y a la Sagrada Escritura.
En última instancia, el origen de esta devoción se remonta a la experiencia de Jesús que tuvieron los apóstoles y los cristianos de la Iglesia primitiva. Los primeros devotos fueron San Juan Evangelista, que se quedó extasiado contemplando el Corazón de Jesús traspasado por una lanza (Jn. 19, 34), y Santo Tomás, que viendo el costado abierto cayó de hinojos exclamando, “Señor mío y Dios mío” (Jn. 20, 28).
Para subrayar la solidez tradicional del culto, el llorado Papa Juan Pablo II afirmó: “Desde el principio, la Iglesia contempló el Corazón traspasado del Crucificado, del que salió sangre y agua, símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y en el Corazón del Verbo encarnado, tanto los Santos Padres de Oriente como de Occidente vieron el inicio de toda la obra de la salvación, fruto de ese amor, del que el Corazón herido es símbolo particularmente expresivo”.
Nadie diga que se trata de una piedad pasada de moda. Los seres humanos de todos los tiempos entienden el valor simbólico del corazón. Basta con ver cómo proliferan los corazoncitos rojos cuando se acerca la efemérides del 14 de febrero.
La imagen del Corazón de Jesús habla claro de su amor al Padre y de su amor de Buen Pastor por nosotros. Habla de su compasión afectiva y efectiva ante toda miseria humana. Esa revelación de su amor debe contagiarnos, y hacernos pedir con frecuencia: “Jesús manso y humilde de Corazón, haz nuestros corazones semejantes al Tuyo”.
Finalmente, en este mundo tristón que nos rodea, nada puede originar tanta alegría y felicidad como honrar al Corazón de Jesús. No se puede ser feliz sin ser amados y sin amar. En esta devoción el creyente descubre que Dios nos ama con amor infinito y eterno, y que Él nos capacita para corresponder a ese amor y para amar a nuestros semejantes.
El autor es un sacerdote jesuita
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