El día de Pentecostés, Pedro, de pie con los Once, pidió atención y les dirigió la palabra: “Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.” Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” Pedro les contestó: “Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos.” Con estas y otras muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo: “Escapad de esta generación perversa.” Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil. (Hechos de los apóstoles 2, 36-41)
Es el final del discurso de Pedro el día de Pentecostés. La continuación inmediata del texto de la semana pasada. Lo leo y en seguida mi mirada se fija en lo que parece un clímax cristológico: “Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías”. Siento que estoy ante una confesión de fe muy primitiva. Pero más allá de la fórmula en sí misma, me detengo en sus efectos: “Estas palabras les traspasaron el corazón”.
¡Qué forma tan bella de decir que se sintieron interpelados y movidos a la conversión!, forma como Dios irrumpe en la vida de las personas para impactar su interioridad, para ponerlos a pensar de otro modo. Corazón y mente quedan afectados por el acontecimiento de tal manera que se genera un cambio radical en la forma de pensar y sentir la vida. La Palabra de Dios más tajante que espada de doble filo, nos dirá la Carta a los Hebreos. Momento de discernimiento, de juicio, si nos vamos al sentido profundo que subyace al término.
En efecto, antes del inexorable cambio en la forma de orientar la vida ya Dios les ha traspasado el corazón. ¿No funciona así también el amor? Antes de expresarle el amor que se siente a la otra persona ya esta ha atravesado el corazón. De ahí la reacción sin demora por parte de la gente: “¿Qué tenemos que hacer?”. Pregunta imprescindible si se quiere un cambio creativo que reencause el rumbo de la vida. Es la misma pregunta que tres grupos distintos habían hecho a Juan el Bautista cuando predicaba en el desierto (Lc 3.7-9.10-14). Dirigida a Pedro, quien está acompañado por los doce, lo revela como el nuevo jefe de Israel.
Pedro les muestra un itinerario en cuatro pasos: conversión, bautismo, perdón de los pecados y don del Espíritu (¡También en este punto hay cercanía con la predicación del Bautista!). La conversión se verificará en el cambio de dirección y acción en la vida; el bautismo será el signo de la recepción de la gracia y la inmersión en el misterio pascual de Cristo, lo mismo que de la pertenencia a la nueva comunidad. Por eso ha de hacerse “en nombre de Jesucristo”, única “puerta” que conduce a la salvación, al encuentro definitivo con Dios Padre (de eso nos habla el evangelio de este día). El perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo son consecuencia de esa experiencia, cumplimiento de la nueva alianza prometida por los profetas para todos los pueblos de la tierra.
En efecto, el texto me habla del carácter universal de ese acontecimiento: la promesa es para los presentes y su descendencia, lo mismo que para los que están lejos. ¿Es acaso el cumplimiento de la promesa hecha a Abraham?, me pregunto. Como no sentir que los efectos de esa promesa nos alcanza también a nosotros. Los tres mil que se agregaron a la comunidad aquel día, éxito inesperado y sorpresivo, es un número más simbólico que real, pero no deja de transmitirnos una idea fundamental: la rápida expansión del cristianismo naciente, cuya proyección llega hasta nosotros hoy.