Les expresaba a unos amigos que el buen ejercicio de la abogacía también es arte, que no bastaba ser ético, responsable y saber de leyes, que por igual era importante inspirarse y emocionarse. Es más, les argumentaba, para triunfar y ser feliz, unos más, unos menos,  razonablemente debemos sentir y valorar el arte.

Sin el elemento artístico se nos dificultaría crear y posteriormente cumplir nuestras metas, sea trascendente o no nuestro oficio. En materia de hacer las cosas correctamente, resulta indiferente ser herrero, astronauta, diputado, científico, arquitecta, pintor, panadero o violinista.

El arte es  esencial en nuestra cotidianidad si es que anhelamos avanzar como personas; además, nos ayuda a descansar y alimentar nuestro espíritu, porque muchas veces nos ofrece paz y motivación. En lo particular, por ejemplo, me anima escuchar “Solo el amor” de Silvio Rodríguez, “Ojalá que llueve café” de Juan Luis Guerra o “Las 4 estaciones” de Vivaldi.

Nunca olvido a la señora que planchaba en mi casa, tomaba los pantalones con precisión, los observaba, buscando pliegues para anularlos, como el escultor que talla su obra y aparta lo que entorpece su perfección. Y siempre recuerdo al hombre del colmado, que colocaba cada producto con una alineación impecable, como lo haría una profesora de danza clásica con sus alumnos más aventajados.

Continuando con la conversación, alguien narró una interesante vivencia. Estaba en un concierto en un famoso teatro de Viena, Austria. Al presentarse el coro quedó petrificado. Luego lloró. Nos dijo que al final estuvo a punto de desmayarse, con un vértigo inaguantable. Nunca entendió lo ocurrido, “fue algo mágico”, nos dijo emocionado.

El compañero de la izquierda había padecido similares síntomas, pero viendo una obra costumbrista de nuestro extraordinario pintor Yoryi Morel, quedando impactado por sus elementos, en especial por cómo trasmitía al alma el colorido de nuestros campos.

Prosiguieron narrando experiencias, quizás sin percatarse que esas reacciones tenían un nombre: el síndrome de Stendhal (famoso autor francés del siglo XIX), conocido por igual como síndrome de Florencia o estrés del viajero.

Me concentraré en su origen, pues hay diversas interpretaciones. Se debe  al día en que  Stendhal visitó a la basílica de la Santa Cruz en Florencia, Italia.  Al contemplar las tumbas de Galileo Galilei y de Miguel  Ángel, entre otros, conjuntamente con la impresionante belleza del templo, sintió mareo, taquicardias y sudores, provocando que no aguantara más y abandonara el lugar.

¿Ha padecido usted del síndrome de Stendhal? Yo, por desgracia, todavía, aunque he estado a punto de “sufrirlo”. Mientras tanto, disfrutemos el arte, hagámoslo parte vital de nuestro accionar y estemos presentes donde haya arte,  así seremos mejores ciudadanos y más útiles para sociedad.

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