Reflexionaba Sir Francis Bacon que “el juez debe tener en la mano el libro de la ley y entendimiento en el corazón”. Durante casi 7 años fui juez de la Segunda Sala Laboral del Distrito Judicial de Santiago. Fue una experiencia maravillosa, donde tuve el honor de estar al lado de muchos de los que hoy representan dignamente al Poder Judicial.

Al emitir una sentencia, siempre trataba de que la ley estuviera en consonancia con la justicia, lo que en ocasiones se complicaba por tecnicismos o errores de abogados; pero me esforzaba llegando al límite para cumplir ese propósito, buscando que mi conciencia se impusiera.

Créanlo: juzgar no es sencillo, una decisión puede repercutir  de forma abrumadora en la vida de alguien, en su entorno, patrimonio y paz… También el magistrado se adentra en algunas demandas y las sufre, especialmente cuando tiene las manos atadas para imponer lo que entiende es la verdad.

Conocí cientos de casos en los que en la ley y el corazón fueron siameses. Entre los que más recuerdo está el de Tiburcio, un “guachimán” que fue despedido. Como murió, uno de sus nietos demandó para que se le pagara a su abuelo la llamada “asistencia económica”, que eran unos pocos pesos.

Al enterarme de su historia de inmediato la escribí, no porque la podía olvidar, sí para que quedara tatuada en letras en mi alma. Algunos la encontrarán muy simple, pero para un servidor tiene un mensaje extraordinario. Inicio.

“Es de madrugada, Tiburcio acostumbrado estaba a recibir la mañana;

su labor: proteger a los demás y descuidarse de su vida; indescifrable su edad, sospechada quizás por la adultez de sus bisnietos. Jornadas sin horarios,

olvidadas quejas; reclamar derechos es entenderlos y atreverse.

Nunca se niega, cree que ofende hacerlo; el sí le brota antes que oficio le ordenen; en su diccionario de dos páginas y amplios márgenes, predomina una palabra: sumisión.

Cuerpo agrietado, tierra rajada en mil, irrigada con sal de marrón sudor; funcionan sus sentidos cuando el instinto, incontrolable, reclama; tiene tan poco, que solo asimila dos necesidades: orinar y defecar.

Está de servicio, tiemblan sus piernas, solitario movimiento en una oscuridad que no entiende que en el pecho hay sonidos. Un ladrido le recordó  que escuchaba su seca tos; una visión de fatalidad lo conminó a observar su escarlata saliva.

Al llegar su supervisor, su cabeza amenazó desprenderse; el fantasma de su mujer la enderezó. A un Tiburcio extrañamente agotado y asombrosamente aturdido el Sol recibió.

Minutos después, ambos cabalgando truenos, en una igualdad sin precedentes en el obrero, el astro lo entregó al Señor. Se liberó el amanecer, luego de Tiburcio recibir su carta de despido”.

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