El Señor me dijo: “Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.” Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.” (Isaías 49, 3.5-6)
Me ofrece, el Señor, otro texto referido al “siervo”. Se trata del llamado “Segundo cántico”. “Siervo de Yahvé” se le suele llamar a ese enigmático personaje que no se sabe quién es a ciencia cierta. Por eso, lo que se decía de él la semana pasada lo tomaba para mí. Lo mismo hago hoy. El “siervo” percibe a Dios orgulloso por la forma como ha llevado a cabo su misión, al tiempo que se la amplía: ser luz de las naciones y llevar su mensaje de salvación hasta el confín de la tierra. Siente que Dios se fijó en él desde el vientre materno y que lo ha pertrechado con su Palabra. También yo, a veces, he sentido lo mismo. Repaso mi historia personal y al comienzo de ella está Dios deshilachando la primera hebra de la madeja. Todo comienza con Él; nos “primerea”, como le gusta decir al Papa Francisco. En todo, la iniciativa siempre es suya: he nacido por una llamada primigenia que me hizo a la vida; fui bautizado porque sembró la inquietud en mis tutores; emprendí el camino de la formación sacerdotal porque el día menos pensado se fijó en mí y me llamó. Él siempre ha dado el primer paso, incluso sin yo merecerlo.
No dejo de pensar cómo este segundo cántico del llamado “siervo de Yahvé” me hace pensar en mi propia vida y vocación. Me hace remontar al origen de mi ser y del encargo recibido, del llamado que me ha hecho el Señor, como a Jeremías y a Pablo, desde el seno materno. Me hace pensar en Dios como mi fuente, de donde ha brotado mi vida y mi ministerio. Siento que desde mí mismo soy nada, polvo y ceniza. Imposible enorgullecerme de lo que puedo alcanzar por mi propia cuenta. Pero Dios me ha hecho su siervo, se ha fijado en mí. Me ha confiado una misión que parece desbordarme. No obstante, soy consciente de que me ha acompañado a lo largo de la existencia. Su presencia ha sido constante. Día tras día me renueva la llamada, siento que me lleva de la mano y camina a mi lado. Mi ceniza y mi nada es su orgullo. Es más fuerte que yo. Esa certeza me hace sentir que con mi ceniza puede encender un nuevo fuego. Extiendo mi temblorosa mano y esta es sostenida por la suya.
Al igual que el “siervo” de este texto también he experimentado cómo en medio de mis desalientos y desilusiones Dios ha ensanchado el horizonte de mi misión. No se ha conformado con confiarme un servicio en mi propia tierra, sino que ha querido hacer de mí alguien que lleve luz más allá de mis propias fronteras personales y territoriales. Me ha llevado más allá de lo que había calculado y de lo que habían pensado otros. Sus planes sobre mí se han extendido más allá de los límites que yo mismo y otros habíamos pretendido establecer. Me ha involucrado en los sueños de su corazón y ha dado un carácter universal a mi misión. Con ello me recuerda, al igual que al “siervo” de nuestro texto, que mis esfuerzos y luchas no han sido en vano, y que tiene una valoración de mí mayor que la que yo mismo tengo o tienen otros. Mi gratitud hacia Dios nunca será suficiente.
Como la semana pasada, no puedo dejar de agradecerle tanta bondad. Haber sido llamado por Él desde el vientre materno expresa la pura gratuidad de su elección. También la misión que me encomienda, a pesar de mis marcadas limitaciones, demuestra que nada depende de mis propias fuerzas, sino de su divina voluntad. A mí solo me queda poner en sus manos lo poco que soy y dejarme guiar. v
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