Pbro. José Joaquín Domínguez Ureña
Todavía recuerdo aquel 19 de abril del 2005 cuando el replicar de las campanas de la Basílica de San Pedro anunciaban a Roma y al mundo que los cardenales reunidos en el cónclave habían llegado a la elección de un nuevo Pontífice romano.
La Plaza de San Pedro fue poco a poco llenándose con aquellos que fuimos llegando desde temprano en la tarde y, al caer el sol, el cardenal proto diácono Jean-Louis Turan salió al balcón de la Logia de la Basílica para pronunciar el “Habemus papam”. Inmediatamente anunciaba al mundo la elección como Sumo pontífice del cardenal Joseph Ratzinger, decano del colegio cardenalicio, quien había decidido llamarse Benedicto XVI.
Sus primeras palabras: “Queridos hermanos y hermanas: después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones”, fueron una señal de como se percibía y entendía el alto servicio que ahora el Señor le encomendada. A pesar de la alegría que aturdia todos los presentes, por el momento histórico que estábamos presenciando, pude observar la cara atónita de algunos que tal vez se preguntaban qué traería consigo este nuevo pontificiado.
Les habrá tal vez pasado por la mente la “fama” de hombre conservador y duro que injustamente sus adversarios le habían creado por su rol de prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, y fiel ejecutor de las directivas del papa Juan Pablo II, que siempre lo quiso mantener su lado a pesar de haber sobrepasado los 75 años, y haciendo caso omiso de su deseo de retirarse a seguir investigando y publicando.
La historia de su pontificado (2005-2013), que algunos señalan de “breve”, es conocida por todos. Su renuncia como pontífice es sin lugar a duda un parteaguas. La historia se encargará de valorar en su justa dimensión este gesto. La altura teológica de sus escritos, cartas, encíclicas, discursos, entre otros, es una característica que todos reconocen y alaban. Fue un fino y excelso teólogo, amante y estudioso de San Agustín de Hipona.
Considerado el último gran teólogo de Concilio Vaticano II y doctor de la Iglesia, ya en vida. Durante su pontificado incomprendido, injustamente criticado y tergiversado, y después de su histórica renuncia perseguido con saña y calumniado. Temido siempre por la claridad y solidez de su magisterio y de sus ideas, siempre expuestas sin estridencia. Duro en el trato de los casos de abusos sexuales por parte del clero, ningún pontífice anterior había hecho tantas reformas para enfrentarlos.
Cuando él era cardenal lo vi solo una vez, luego varias veces tuve la oportunidad siendo ya Papa. La primera en la Misa de inicio de su pontificado, donde los alumnos del Colegio Capránica tuvimos la oportunidad de hacer el servicio litúrgico, me tocó hacer de “mitrero”, o sea, responsable de retirar y llevar la mitra al nuevo sumo pontífice cada vez que la liturgia lo prevé. Tuve el privilegio en esa ocasión de poder bajar a la tumba del Apóstol Pedro, acompañando al Sucesor de ese momento. A veces me gusta ver la grabación de ese día para revivir ese instante.
Al papa Benedicto se le notó siempre sereno y humilde en el desarrollo de toda la ceremonia, sabiendo que todos los reflectores del mundo apuntaban hacia él, después de un cónclave en el que todos los pronósticos apuntaban en otras direcciones desde América Latina hasta África, sobre todo después de sus duras palabras: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, debería estar entregados al Redentor!”, en el Vía Crucis 2005 en el Coliseo.
Después me tocó, el 20 de octubre del 2006, asistirlo como diácono al servicio del altar en la Misa exequial del cardenal Mario Francesco Pompedda, exalumno de nuestro colegio, de una fina formación filosofica, teólogica y jurídica, quien había sido prefecto de la Signatura Apostólica. En la homilía de ese día, afirmó: “En estos momentos de tristeza y de dolor viene en nuestra ayuda la palabra de Dios, que ilumina nuestra fe y sostiene nuestra esperanza: la muerte no tiene la última palabra sobre el destino del hombre”. Al final de la celebración nos agradeció a todos los que habíamos prestado el servicio litúrgico ese día.
Todos los años de su pontificado recibió a nuestra comunidad del colegio en audiencia privada siempre en enero con motivo de la fiesta de nuestra celestial patrona Santa Inés. Cada ocasión fue un encuentro memorable. Nos saludaba uno a uno con una mirada tierna y mirándonos fijamente a los ojos interesado por cada uno oyendo con atención la información de nuestro rector le suministraba sobre cada alumno. Estaba muy pendiente de la vida de la Iglesia.
En la Audiencia del 2007, cuando llegó mi turno y al decírsele que era diácono y de “Santo Domingo”, me refirió que el cardenal López Rodríguez estaba por Roma unos días. No me atreví a decirle que el cardenal había sido intervenido quirúrgicamente y que por ese motivo no estaría en Roma como le habían informado sus colaboradores.
Le volví a ver el 29 de abril del 2007, con motivo de mi ordenación presbiteral, a la que él había amablemente accedido cuando, en respuesta a la petición de mi obispo Mons. Freddy Bretón al cardenal Camilo Ruini, vicario del Papa para la diócesis de Roma, y avalada por mi rector Mons. Gildo Manicardi, permitió que se me incluyera en el grupo de diáconos que serían ordenados para la diócesis de Roma y yo para la de Baní.
Hay un momento de mi ordenación que no olvido nunca. Por supuesto habíamos “ensayado”, con los ceremonieros pontificios, todo el rito el día anterior. En el momento de la promesa de obediencia, procedió a hacer la acostumbrada reverencia, me puse de orilla ante el papa Benedicto XVI, puse mis manos entre las suyas, nos miramos a los ojos y el comenzó la recitar la fórmula preguntándome “Prometes obediencia…”, en ese momento bajé la mirada, y él hizo silencio. Cuestión de unos segundos. Al ver que no seguía la frase, levanté los ojos, y estaba como esperándome, mirándome fijo y con una cálida sonrisa, como la de un abuelo tierno, y entonces siguió “… a mí y a mis sucesores”. Esos segundos, y los de la imposición de manos, por un momento me parecieron minutos. Al final de la ordenación quiso saludarnos uno a uno y pudimos agradecerle habernos ordenado sacerdotes para la Iglesia.
La última vez que le vi de cerca y pude estrechar sus manos fue en julio del mismo año. Durante la visita ad limina de nuestros obispos, en el entonces encuentro personal de cada uno, pude acompañar a Mons. Bretón quien después de la tradicional foto de rigor, procedió a presentarme y a agradecerle haberme ordenado para la Diócesis de Baní. El papa Benedicto XVI recordó después de un instante que yo era el del Colegio Capránica. Se interesó por los estudios que recién había concluido de derecho canónico. Le comenté que había trabajado en mi tesina el tema de la “Conferencia episcopal y su configuración actual”, y que en mis investigaciones me había encontrado con unos artículos suyos a propósito. Me hizo un comentario que atesoro. Minutos después me retiré para dejar paso a la reunión del Papa con Mons. Bretón.
En el 2012, cinco años después, tuve la oportunidad de verlo y concelebrar, pero a la distancia que permitieron las circunstancias, en las Misas que celebró en Santiago de Cuba (27 marzo) y en San Cristóbal de La Habana (28 marzo) cuando hizo el viaje apostólico que abarcaba México y Cuba. En la Misa en la Plaza de la Revolución afirmó valientemente: “El derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana, que es ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución a la edificación de la sociedad”.
Ya para terminar conservo una tarjeta pascual, con un breve mensaje suyo y firmada de su puño y letra, como respuesta a una breve carta mía en la que le felicitaba por su onomástico, la Pascua 2017 y su 90 cumpleaños.
Vuele alto, a los cielos eternos, Su Santidad Benedicto XVI, colaborador de la Verdad. Que el Dios Amor que siempre creíste y predicaste y al que también le dedicaste todas tus fuerzas, vida y ministerio, te acoja en la morada celestial, y te conceda el premio reservado a los trabajadores de la Viña del Señor.
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