En estos días navideños y de fin de año, una de las preocupaciones de la vanidad es el crecimiento de la barriguita por comer mucho y mal. Eso me recuerda que muchos de mis amigos han comprado una máquina para “hacer abdominales”. Es dinero malgastado.

Días antes anuncian la adquisición con bombos y platillos. Generalmente la motivación llega por medio de comerciales de televisión donde aparece alguien gordito que, de repente, gracias al uso de un artefacto milagroso, en dos semanas presenta una panza con más cuadritos que un tablero de ajedrez.

Nuestros personajes prometen que tendrán un cuerpo fenomenal. Se ilusionan pensando que pronto tendrán un abdomen plano.  Nada de grasa. Cero “chichos”. Todo músculo. Pero nadie les cree, pues usualmente existen precedentes de fracaso.

Van a la tienda rápidos y sonrientes, como hacen los niños en esta época. Estudian el aparato sin entender nada. No importa. Todavía no lo tienen y ya se sienten en salud. Y es tal la contentura que anhelan llevarse el gimnasio completo.

Nuestros aspirantes a Charles Atlas llevan el juguete a sus casas. Se les dificulta armarlo. Luego de pasar piques y echar maldiciones, asombrosamente colocan cada pieza en su lugar e inmediatamente inician la acción.

¡Cuánto ánimo, caramba! Diez abdominales por aquí, cinco por allá, veinte a la izquierda, quince a la derecha… y basta. ¡Uff! Toman el primero (y pronto definitivo) descanso. Bueno, es la primera vez y no pueden cansarse mucho.

A la mañana siguiente, bien temprano, hacen algunos ejercicios; eso sí, ya con menos entusiasmo. De todas maneras, hay que demostrar a los que no creían en su innegable fuerza de voluntad que se equivocaban.

Al tercer día, según las escrituras, pero en este caso esencialmente humanas, aparece la excusa: una reunión de trabajo o un pequeño dolor de cabeza. “Los años pasan y pesan, debo tomarlo con más calma”, meditan, con la fatua esperanza de que nadie se entere, aunque la verdad es que todos ya se han percatado de sus desganas.

A partir de ahí la máquina empieza a oxidarse, a llenarse de telaraña y polvo. A veces se transforma en perchero. Si alguien les reclama qué pasó, contestan: “El lunes empiezo de nuevo y que nadie se atreva a prestar el aparato, que en cualquier momento será usado”.

Y un momento cualquiera, meses después de la compra, cuando alguien relaja con algún “barrigú”, nuestros protagonistas, creyendo que les lanzan indirectas, preguntan incómodos: ¿y dónde está mi máquina para “hacer abdominales”?. Y muy tarde se enteran de que fue regalada o prestada. ¡Qué alivio! Y colorín colorao, quizás esto le haya pasado, como tal vez a mí.

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