Hace días conversaba con abogados recién graduados. Me pidieron opinión sobre nuestra profesión. Acepté con gusto. Inicié afirmando que es una gran responsabilidad ser abogado. Una mala asesoría, un descuido o una terquedad, puede representar la privación de la libertad de alguien, la quiebra de una empresa, la desunión familiar, o una mezcla de las tres.
Les dije que el abogado que apenas sea abogado es un profesional limitado, mediocre, del montón. El verdadero jurista, además de conocer la ley, la jurisprudencia y la doctrina, debe ser eficiente, estar comprometido con la ética, hablar bien y escribir correctamente; por igual, debe ser psicólogo, psiquiatra, sociólogo, maestro, pastor y hasta terapeuta sexual. Es una profesión necesariamente polifacética.
Y luego les envié una de mis sentencias: Un abogado sin sólida cultura universal es como un coco sin agua, sin masita y sin jícara. Al abogado que no comprenda a profundidad la esencia humana, con sus debilidades y virtudes, se le dificultará resolver adecuadamente un asunto, independientemente de que posea o no experiencia jurídica.
Nuestro abogado es nuestro confesor, el que conoce nuestros secretos. Nos debe inspirar confianza y respeto. Y siempre le debe decir la verdad a su cliente, tratarlo con consideración, tomarle las llamadas y mantenerlo razonablemente informado sobre su caso.
El sentido común y la inteligencia emocional caracterizan al abogado de éxito. Ha de intuir el momento oportuno de buscar entendimientos o de continuar la batalla, aunque el ejercicio de la profesión me ha enseñado que generalmente las litis tienen feliz término con permitir que los enfrentados dialoguen, con el togado como facilitador, y busquen ellos mismos un arreglo satisfactorio. Y es que en la esfera judicial, el protagonismo excesivo de los abogados usualmente provoca más división que armonía entre las partes.
Hay abogados que juran que entre más pleitos más honorarios. Evitemos a esos comerciantes. El leguleyo que en sus casos piense más en sí mismo que en sus clientes, de hecho, aunque tenga una oficina lujosa y un nombre sonoro, será un eterno pasillero de cualquier Palacio de Justicia, siempre a la caza de incautos ricos o pobres, dispuesto a engañar hasta a su madre.
Pero gracias a Dios, puedo afirmar que la mayoría de abogados que conozco (incluyendo jueces, ministerio público y defensores públicos) son honestos. Uno de los principales avances institucionales que hemos tenido en los últimos años lo representa la administración de justicia y eso incluye a los abogados.
Al terminar, los jóvenes abogados me miraron complacido. Y me dijeron casi a coro: gracias por sus consejos, lo cuales, pensándolo bien, abarcan más allá que a los que inician el fascinante mundo del derecho.
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