Experimentarse viviente —atributo de los humanos— es lo que posibilita que la vida sea siempre aventura, y jamás cosa sabida. 

Bien lo expresaba Ortega y Gasset: 

“Vivir es… el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor… En sus líneas radicales, la vida es siempre imprevista… tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa”.

Con ese sabor de aventura, como un reto, nos llega este año académico 1991-1992. Ante nosotros la imperiosa necesidad de adentrarnos en los inquietantes abismos del ser; sopesando lo efímero, rastreando lo eterno. En camino hacia los múltiples encuentros con el hombre y con Dios. 

Avanzamos aguijoneados por la realidad, que es acicate y cruz a la vez; a la luz de la razón —espada de doble filo— a la que también interroga la fe. 

Filosofía y Teología son, pues, dos campos inmensos a los que no debe renunciar aquél a quien le fue asignado “el puesto de hombre”.

Así la Filosofía, aun teniendo necesidad del aporte de las ciencias experimentales, se presenta como una ciencia distinta de las otras, autónoma y de máxima importancia para el hombre, el cual siente interés no sólo por observar, descubrir y ordenar los varios fenómenos, sino también, y sobre todo, por comprender su verdadero valor y su más hondo sentido. Es claro que ningún otro conocimiento de la realidad lleva las cosas a este extremo nivel de la inteligencia, prerrogativa característica del espíritu humano.

En cuanto a la Teología se refiere, el programa de la fides quaerens intellectum no ha perdido nada de su actualidad: la verdad revelada reclama siempre la reflexión por parte del creyente, ella le invita al trabajo del análisis, de profundización y de síntesis, que se llama “Teología Especulativa”.

En las complejas tareas del hombre que filosofa o aprende y hace teología, no olvidamos la saludable simplicidad de nuestra convivencia. Según afir- ma Séneca, “Sócrates no se avergonzaba de jugar con los niños”.

La razón y objeto de nuestro esfuerzo intelectual es, pues, la vida: encuentro con la naturaleza, con el hombre y con Dios. Y debe ser encuentro verdadero, porque si no, sería preferible lo que proponía sabiamente S. Agustín: “…quiera más hallarte sin entenderlo, que entenderlo sin hallarte”.6 Consciente de que “por más vueltas que dé, atrás y adelante, a los lados, hacia todas partes, cuanto halle será tormentos, y sólo en ti (Dios), encontrará descanso”.

No se niega que la tarea sea ardua: la propuesta es para batalladores, pues “es interés del género humano la existencia del hombre invencible, de aquel contra quien nada puede la fortuna”.

Ese hombre invencible es Cristo, y cada uno de los que hemos sido llamados a ir detrás de Él: “Tengan valor: Yo he vencido al mundo”. (Juan 16,33). 

Citas 

(1) ¿Qué es Filosofía? Austral, Madrid 1982, 188 y 192.

(2) Séneca, De la constancia del sabio.

(3) Congregación para la Educación Católica, La enseñanza de la Filosofía en los seminarios.

Roma 1972, II. 2.

(4) Ibíd., II, 3b.

(5) Séneca, De la tranquilidad del alma, 17.

(6) Confesiones, Libro I, cap. VI.

(7) Ibíd., Libro VI, cap. XVI.

(8) Séneca, De la constancia del sabio. 

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