Durante 6 años, en el Distrito Judicial de Santiago, fui juez laboral. La experiencia abarcó más allá de lo jurídico, pues en ese trabajo, especialmente cuando interrogamos, se aprende a conocer la condición humana, con sus debilidades y fortalezas, sus luces y sombras. Uno se convierte, casi por obligación, también en psicólogo y hasta en psiquiatra.
Llega un momento en que intuimos si un demandante o demandado, si un testigo o un abogado, nos mienten o nos dicen la verdad. El lenguaje corporal, con sus gestos delatores, habla más que la boca. Naturalmente, eso no es infalible, uno se equivoca apreciando, pues siempre aparecen unos actores que engañan al más avezado y también corremos el riesgo de entender que somos más astutos de la cuenta.
En ese quehacer, como ocurre en la vida, hay casos que te marcan, que son imposibles de olvidar y que, para que la memoria no nos engañe, procedemos a escribir lo ocurrido, tratando de resaltar lo que más nos haya impresionado. Varios de mis artículos son producto de esas vivencias.
De aquí surge esta breve historia, fue real, se presentó en la sala de audiencias que presidía; recuerdo que al emitir sentencia me empeñé en ser lo más severo posible con la empresa demandada. La cuento como un sencillo tributo a todos esos “guachimanes” que son explotados, donde se violan sus derechos laborales, donde vemos ancianos que no pueden llevar ya ni su propia vida. Inicio.
“Es de madrugada, Tiburcio acostumbrado estaba a recibir la mañana; su labor: proteger a los demás y descuidarse de su vida; indescifrable su edad, sospechada quizás por la adultez de sus bisnietos. Jornadas sin horarios, olvidadas quejas; reclamar derechos es entenderlos y atreverse. Nunca se niega, cree que ofende hacerlo, en su diccionario de dos páginas y amplios márgenes, predomina una palabra: sumisión.
Cuerpo agrietado, tierra rajada en mil, irrigada con sal de marrón sudor; funcionan sus sentidos cuando el instinto, incontrolable, reclama; tiene tan poco, que solo asimila dos necesidades: orinar y defecar.
Está de servicio, tiemblan sus piernas, solitario movimiento en una oscuridad que no entiende que en el pecho hay sonidos. Un ladrido le recordó que escuchaba su seca tos; una visión de fatalidad lo conminó a observar su escarlata saliva.
Al llegar su supervisor, su cabeza amenazó desprenderse; el fantasma de su mujer la enderezó. A un Tiburcio extrañamente agotado y asombrosamente aturdido el sol recibió. Minutos después, ambos cabalgando truenos, en una igualdad sin precedentes en el obrero, el astro lo entregó al Señor. Se liberó el amanecer, luego de Tiburcio recibir su carta de despido”.
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