El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro, diciendo: “¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!” Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos.” Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: “Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado.” Entonces, escuché la voz del Señor, que decía: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?” Contesté: “Aquí estoy, mándame.” (Isaías 6, 1-8)
En comentarios anteriores hemos insistido en que el actual libro del profeta Isaías en realidad es una obra que recoge tres escritos de distintas épocas, y, por lo tanto, de diversos autores. Los especialistas suelen llamar “Primer Isaías” a los capítulos 1-39; “Segundo Isaías” a los que van del 40 al 55; “Tercer Isaías” a los últimos diez capítulos del libro, Is 56-66. Esta diversidad, que llegó a ser un único libro, se debe a que al escrito de un profeta del siglo VIII a.C. se le fueron agregando textos para actualizarlo de acuerdo a los eventos históricos que se iban sucediendo en tiempos posteriores. Es una práctica muy común en la antigüedad y que aparece a lo largo de toda la Biblia. A este procedimiento se le conoce como “proceso de relectura”.
El “Primer Isaías” desempeñó su labor profética entre los años 740 y 700 a.C., en la capital de Judá, Jerusalén. Es posible que naciera en el seno de una familia de clase alta con acceso a la corte real y a las clases dirigentes de la sociedad. Su conciencia de profeta le llevó a distanciarse de las esferas de poder para solidarizarse con los más golpeados de su época. Se vio obligado a intervenir activamente en la política en tres ocasiones distintas. Su agudeza para analizar la realidad y vislumbrar las consecuencias futuras de una u otra decisión lo llevó a tener que enfrentar a la clase dirigente del gobierno. Una de sus cualidades como profeta era su capacidad para mirar la realidad desde Dios y diagnosticarla con mayor profundidad que la clase política. Era un hombre que sabía leer los “hechos históricos” y adelantarse a los derroteros que de allí emanarían.
Pues bien. El Texto que se nos propone como primera lectura para este domingo, y que encabeza esta página, aparece en el llamado “Primer Isaías”. En él se nos narra cómo tuvo lugar la vocación del profeta. Se nos ofrece una primera nota contextual: “El año de la muerte del rey Ozías”. La fecha más probable oscila entre el 740 y 735 a.C. Aquel era un momento histórico crítico para Judá: de repente se quedaba sin rey y la potencia de entonces, Asiria, comenzaba a amenazar la región.
En el relato, el profeta nos narra la fuerte experiencia del Dios Santo que tuvo en el templo. Se trata de una visión. Ve a Yahvé sentado en un trono excelso. Ante su majestad, hasta los ángeles gritan su santidad y gloria. Aquello tuvo que ser una experiencia estremecedora. El mismo lenguaje utilizado por el autor para describir lo sucedido lo ponen en evidencia: “Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: “¡Ay de mí, estoy perdido!” Se sintió tan sobrecogido ante la presencia y llamado de Dios que no tuvo más que decir: “Aquí estoy, mándame.” Eso ocurrió cuando el profeta tenía entre 20 y 25 años.
Estamos ante lo que un psicólogo contemporáneo llama “experiencia cumbre”. Se trata de una experiencia que marca el resto de la vida de la persona. Allí tomó conciencia de que solo Yahvé era el rey de la historia. Era el Santísimo (“tres veces santo”, ya que en hebreo no existe el superlativo). Desde entonces supo por propia experiencia que todo está en mano de Dios y nada ocurre fuera de él. Aquel encuentro con el Dios Santo dio fuerza a Isaías y fue el detonante de su vocación profética. En adelante sería profeta de la cabeza a los pies. En los tiempos turbulentos que vendrían luego encontraría en lo sucedido aquel día una fuente inagotable a la cual volver para encontrar respuesta a una pregunta fundamental: ¿En manos de quién están los destinos de la historia?
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