En mi Carta Circular del 22 de abril del 1999, dije: “Es un don de Dios tener, como hasta ahora, misioneros que dejaron su tierra para venir a batallar entre nosotros. Pero tenemos que trabajar y orar para que surjan más sacerdotes nativos.
“Ya en el año 1955 lo dijeron los Obispos de América Latina, reunidos en la Conferencia Episcopal de Río de Janeiro: “…la solución del grave problema de la escasez de Clero en los Países de América Latina se encuentra principalmente en el aumento de las vocaciones nativas”(No. 28). La misma Conferencia de Río se expresaba como si lo hiciera para nosotros: “La Conferencia estima que la necesidad más apremiante de América Latina es el trabajo ardiente, incansable y organizado en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y hace por tanto un fervoroso llamamiento a todos, sacerdotes, religiosos y fieles, para que colaboren generosamente en una activa y perseverante campaña vocacional…”. “La oración es el medio primero, más poderoso e insustituible para despertar vocaciones”. (Declarac. No 1).
En esa misma circular expresaba que el trabajo vocacional, incluso el que se refiere a las vocaciones diocesanas, concierne a todos: “Esto lo digo también a los Religiosos: el descubrir e impulsar vocaciones diocesanas nativas debe ser también gloria de ustedes, como lo es de algunas congregaciones en otras diócesis del país. Lo mismo digo con igual cariño a las comunidades del Camino Neocatecumenal.”
Que el Señor Jesús, por los ruegos de María, nuestra Madre y Formadora, nos conceda ver florecida nuestra Diócesis con muchas y santas vocaciones.
4.- Sabemos que la lucha del seguidor de Cristo se realiza en varios frentes, pues una parte de los enemigos están fuera y otra parte está dentro de uno mismo.
Suelo repetir que considero bastante difícil para nosotros no volvernos usurpadores de la obra de Dios. Como el ser humano necesita destacarse, no sólo es celoso de sus logros, sino que puede terminar acreditándose los éxitos ajenos. Y en esto, ni la misma Iglesia es la excepción. A mí mismo me ha tocado vivir la penosa experiencia de ver a algún eclesiástico —incluso bueno y destacado— en el empeño de anotarse puntos que pertenecen a otro. Por eso corren historias como la del obispo que va de visita pastoral a una parroquia y, al final de la misma dice: “En verdad, el Espíritu Santo ha hecho una obra maravillosa en esta parroquia”. Pero el párroco no pudo contenerse, y expresó: “¿Ajá? ¿Y por qué el Espíritu Santo no la hizo cuando estaba el otro párroco?…”
Por supuesto, es un cuento viejo. Pero parece que tiene base en alguna realidad.
Entre los mismos fieles laicos suelen verse casos semejantes; he notado, por ejemplo, que algunos se resienten cuando el sacerdote no los pone en algún cargo que consideran importante. Y así por el estilo.
Y la cosa no es de ahora, pues el mismo Señor tuvo que bregar con todo esto (Mc 9, 33. Jesús les preguntó: “¿De qué discutían ustedes por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor”).
Así, quizá sin malicia, dañamos la obra de Dios. Y puede ser que hasta yo mismo haya incurrido en ello, aunque trato de vigilarme en este aspecto. Por supuesto que puedo equivocarme, pero me acostumbré —no sin tropiezos— a valorar el trabajo de los demás, y hasta las expresiones acertadas de compañeros sacerdotes y de aquellos que podían ser considerados como subalternos. Por eso citaba las homilías de los compañeros sacerdotes y las intervenciones de los seminaristas. Actualmente, en las homilías, por ejemplo, suelo referirme a las moniciones de las lecturas, como una manera de tener en cuenta la participación de los laicos. Me falta mucho por lograr, pero trato de no equivocarme en esto. Por tener bien presente este tema fue que dije, en las palabras finales de mi ordenación episcopal (19 sept. 1998): “Me consuela el pensar que no voy a iniciar la siembra en estas tierras, pues muchos antes que yo han trabajado arduamente por la implantación y extensión del Reino de Dios. No podría olvidar a tantos catequistas, religiosas y religiosos, sacerdotes —nativos y extranjeros— que han entregado su vida a favor de estos pueblos, trabajando hasta ver deteriorada su salud, como es el caso del querido Mons. Príamo Tejeda, primer Obispo de esta Diócesis.”
La referencia expresa a Mons. Príamo la he reiterado en distintas ocasiones, y no lo he hecho por casualidad sino con toda intención; porque, además de ser cosa de justicia, subyace lo que ya dije anteriormente.
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