El Señor dijo a Moisés: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.” Moisés replicó a Dios: “Mira, yo iré a los israelitas y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros.” Si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo?” Dios dijo a Moisés: “Soy el que soy”; esto dirás a los israelitas: “‘Yo-soy’ me envía a vosotros”.” Dios añadió: “Esto dirás a los israelitas: “Yahvé (Él-es), Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Éste es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”. (Éxodo 3, 13-15)
El capítulo 3 del libro del Éxodo es una de las páginas con mayor densidad significativa de toda la Biblia. El texto clave para acercarse al nombre de Dios está precisamente en este capítulo. Es el que se nos propone como primera lectura de este domingo. A la pregunta por su identidad, Dios responde a Moisés con una frase enigmática que se suele traducir de la versión griega de la Biblia como “yo soy el que soy”. Insisto, no se trata de un nombre, sino de una frase. También se puede traducir -siguiendo la versión de la Biblia Hebrea- como “yo soy el que seré”; lo mismo que “yo soy el que estoy”. Es esa frase la que ha venido a sintetizarse en el nombre Yahvé. O si se quiere, con esa frase “se le da [a Moisés] la explicación del nombre [Yahvé] y su identidad”.
Antes, en Ex 3,11, Moisés había dicho a Dios: “¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los israelitas?”. Pregunta que refleja miedo ante la figura del faraón, quien es considerado por los egipcios su dios. A lo que Yahvé respondió: “Yo estaré contigo…”. Ante la insistencia de Moisés de cómo deberá responder cuando los israelitas le pregunten por la identidad del “Dios de sus padres” (otra vez el miedo, ahora ante el pueblo), es que Yahvé le revela su identidad, lo que significa su nombre: “yo soy el que estoy” (“yo estaré contigo”). Esto es, el que acompaña y no abandona a los suyos.
Yahvé es el Dios que está cuando los miedos pretenden adueñarse de nosotros. Se revela como un Dios cercano, que no le importa ponerse al alcance del ser humano y establecer una relación de amistad con él. El nombre de Dios tiene un significado relacional; no nos habla de la esencia de Dios, sino de cómo Dios se comporta con el ser humano. Es el Dios que se irá revelando poco a poco a través de sus acciones salvíficas. El nombre de Dios (Yahvé) expresa la vocación de Dios de acompañar al ser humano en todo lo que le suceda.
No tenemos en todo el Antiguo Testamento una definición de Dios. Recordemos que toda definición funciona como una especie de “alambrada” que pretende delimitar aquello que define. ¿Cómo podría el ser humano “acorralar” a Dios? Precisamente por eso aparece con muchos nombres (“El Eterno”, “El Poderoso”, “El Altísimo”, “Elohim”, “Adonai”, etc.), ya que ninguno puede aferrarlo. Esa pluralidad de nombres expresa lo indecible de Dios. Ninguna de esas palabras puede definirlo, pero el hombre no puede dejar de intentar balbucir su nombre.
En el nombre Yahvé (“Yo soy el que está”, “Yo soy el que estoy”, “Yo soy el que estaré”) se nos revela una (¿la?) condición de Dios: estar. Su presencia es lo que caracteriza su relación con el pueblo. El Dios de Israel se diferencia de los dioses de otros pueblos en que es el Dios de la presencia. Una presencia que a veces es silenciosa y otras estremecedora. Lo propio de Yahvé es ser un Dios que camina con su pueblo, que atraviesa los desiertos de la vida con él; que tanto de día como de noche está ahí. Tanto la tienda del encuentro como el arca donde se deposita la Ley son el testimonio vivo de que Dios se traslada a dondequiera que vaya su pueblo.
Cabe señalar que, en Israel, el nombre de Yahvé adquirió un valor tan sagrado que dejó de pronunciarse por temor a tomarlo en vano. Fue reemplazado por el de Adonai, que en hebreo significa “Señor”. Porque tomar el nombre de Dios en vano significa poner en riesgo la relación con la divinidad.
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