Tomado del libro Vivir o el arte de innovar, de Monseñor Freddy Bretón
Por la prensa sé que en el país se realizan notables esfuerzos en la protección del consumidor.
De entrada he de confesar que la palabra consumidor me simpatiza muy poco (supongo que a los comerciantes no les pasará lo mismo). Dicha palabra se me parece a un tragón compulsivo, o a una furnia que engulle cuanto se aproxima a su boca. Me parece inadecuado llamar así a un ser humano, pero así lo llaman. Y hay quienes suspiran (y conspiran) por una sociedad más consumista.
No hay necesidad de referir muchos ejemplos respecto a lo que aquí estoy tratando: lamentablemente sobran las experiencias.
Viene a mi mente que ha habido temporadas en que se traían al país vehículos sin repuestos; quien los compraba, andaba luego al garete, buscando donde no hay. Por supuesto, yo mismo he adquirido objetos menores que en otros países se venden con sus repuestos; aquí se venden al precio normal, pero hay que botarlos cuando se dañan, como si fueran desechables; y todo por una simple pieza.
Un caso común es el de los contratos de servicios con algunas compañías; cualquiera cae en un gancho sin darse cuenta. Junto con los contratos deberían entregar una gran lupa para poder leer el apretado conjunto de paticas de hormiga que traen al dorso. Nadie lee eso, ni siquiera los encargados invitan a leerlo. Yo mismo caí en una de esas trampas. Me metí en un desastroso plan de Internet; firmé, por supuesto, pero de inmediato vi que el tal plan era un disparate. Mandé de inmediato que me retiraran del dichoso plan, pero hubo que pagar algo más de RD$10,000.00 por violar el contrato que no leí. Y era amiga mía la persona que me dio a firmar el contrato (en esto a veces prima el vendedor sobre el amigo).
Ya he contado que una vez, siendo ya obispo, un gerente de banco me envió a mi casa una tarjeta de crédito, cuando casi nadie sabía lo que era eso. Yo no la solicité, pero me insistió y la recibí. Empecé a usarla, pero no funcionaba bien; pienso que el banco se aventuró con la tarjeta sin saber sobre eso. Intenté varias veces pagar con ella en el mismo Santo Domingo, y no funcionó. Por eso se la devolví al gerente de la misma sucursal del banco que me la entregó. Al tiempo recibí una cita judicial: debía presentarme a un juzgado de Azua. Luego me visitaron varias comisiones del banco, porque se había acumulado una deuda por el uso de la tarjeta; les dije que desde el principio dicha tarjeta estaba en manos del gerente de su propio banco. Lo cierto es que luego me incomodé y los amenacé con denunciarlos públicamente. Y ahí terminó la cosa. Pero pensé: si a mí me tratan así (se supone que para muchos todavía un obispo significa algo), cómo tratarán al hijo de machepa…
Perdonen estos ejemplos personales. Quien me conoce sabe que me duele igual la injusticia cometida contra el prójimo.
La protección y el respeto, hasta a la persona más humilde, es señal de progreso auténtico. Pienso que en esto, nuestro país tiene que crecer.
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