Naturaleza

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Monseñor Freddy Bretón Martínez • Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros

A partir de esta semana estaremos ­publicando algunos artículos tomados del libro Vivir o el arte de innovar, de Mons. Freddy Bretón.

Cada día crece el nú­mero de personas con más conciencia en cuanto al trato debido a la “madre naturaleza”. Ciertamente, la voracidad y el instinto depre­dador de los “huma­nos” ha llegado a poner en grave peligro el necesa­rio equilibrio en la interacción del humano con las demás creaturas.

La Iglesia, guiada por la divina revelación, re­conoce al ser humano como centro de la crea­ción, pues –entre las creaturas– solo a él dijo Dios: “Creced, multiplicaos y dominad la tierra” (Génesis 1,28) y solo esta humanidad fue asumida por el Hijo de Dios en la encarnación del Verbo. Por supuesto, dominar no significa aniquilar. Cristo mismo es modelo de trato respe­tuoso, llegando hasta la ternura hacia la entera creación; e inspirados por Él, muchísimos santos y santas han hecho lo mismo; baste, por ahora, mencionar a San Fran­cisco de Asís.

El mejor modo de acercarse a la naturaleza es, pues, respetándola, usando racionalmente las cosas que el Creador dejó a disposición nuestra. En esto nos dan ejemplo, entre otros, mu­chos pueblos originarios de esta tierra americana.

Sin referirme ahora a la dramática historia vivida y padecida por ellos en nuestra Améri­ca, diré que, aparte de la valoración y defensa de su vida y de su cultura por parte de la Iglesia, nunca ha faltado la mirada compasiva de mu­chos, expresada incluso en obras literarias. Es verdad que a menudo ha sido una mirada ingenua, cargada de romanticismo, pero no desprovista de calidez humana.

Ya sabemos que ­nuestro país es especial, junto a los pueblos cari­beños, por no contar en su población con un solo sobreviviente de pura sangre indígena. Quizá por eso valoramos tanto lo indígena, cuya presencia pervive, más que todo, en las “leyendas áureas” (Apariciones de indias de pelo largo, pei­nándose con peine de oro a la orilla del río…).

Ha sido notorio el prolongado esfuerzo rea­lizado en algunos países de América por rescatar la religión y la cultura de los pueblos autóctonos. Pero creo que hay una torpe manera de hacer este rescate, como cuando endiosamos lo creado dejando de lado la reve­lación de Dios, quien, en especial desde al Anti­guo Testamento, mostró de forma patente la pre­sencia del verdadero Dios, que jamás debe ser confundido con ninguna de sus creaturas. Y esto fue aun más claro con la llegada de Cristo, plenitud de la revelación de Dios. Es justo tratar de valorar las “semillas del Verbo”, es decir, lo bue­no que a causa de Cristo se encuentra en muchas culturas primitivas. Pero sustituir la revelación del verdadero Dios por una sombra o un reflejo del Verbo de Dios, a me­nudo entremezclado con realidades por lo menos ambiguas, constituye un gran error.

Creo que algo así su­cede en el modo en que muchos asumen ahora la idea de la Pachamama (Madre tierra) o los anti­guos ritos de estas religiones primitivas; sin olvidar que en muchos de ellos se practicaba el sacrificio humano, por degüello o por extracción del corazón. (Buen testimonio de ello da Bernal Díaz del Cas­tillo en su libro “Historia verdadera de la conquista de Nueva España”, y lo comprueba la misma Ar­queología en sus diver­sos estudios en territorio americano).

La Iglesia reconoce y aprecia todo lo bueno que hay en estas cultu­ras, pero al acercarse a ellas “las purifica, las fortalece y las eleva.” (Lumen Gentium 13).

La naturaleza es, sin duda, maravillosa; pero no hay que olvidar que está trastornada, marcada por el pecado; los ca­taclismos y el fiero comportamiento animal nos lo recuerdan con frecuencia. Por eso dice San Pablo: “Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.” (Roma­nos 8,19-22).

Conviene, pues, no olvidar que la naturaleza es imperfecta, limitada, y que también necesita la obra liberadora de la re­dención de Cristo. Qué certeras son, a este res­pecto, las palabras del libro de la Sabiduría: «Eran naturalmente va­nos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de co­nocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a la bóveda estrellada, al agua im­petuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo.

Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el autor de la belleza. Y si los asombró  su poder y actividad, calculen cuánto más pode­roso es quien los hizo. Pues por la magnitud y belleza de las criaturas, se percibe por analogía el que les dio el ser.» (Sab. 13,1-9).

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