En aquellos días, Saúl emprendió la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados israelitas, para dar una batida en busca de David. David y Abisay fueron de noche al campamento; Saúl estaba echado, durmiendo en medio del cercado de carros, la lanza hincada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa estaban echados alrededor. Entonces Abisay dijo a David: “Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe.” Pero David replicó: “¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor.” David tomó la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró, ni se despertó: estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo. David cruzó a la otra parte, se plantó en la cima del monte, lejos, dejando mucho espacio en medio, y gritó: “Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recogerla. El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad. Porque él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor.” (Primer libro de Samuel 26, 2.7-9.12-13.22-23)
Al final de la época tribal las tribus de Israel se vieron amenazadas por diversos pueblos vecinos (amonitas, amalecitas, filisteos), además de los conflictos que se generaban al interior de ellas mismas (“no había un rey en Israel y cada uno hacía lo que le parecía bien”, Jue 17,6). Estos dos fenómenos provocaron que hacia el año 1000 a.C. el pueblo de Israel se plateara la posibilidad de convertirse en una monarquía. Así es como eligen a Saúl, de la tribu de Benjamín, como su primer rey. Fue ungido por el profeta Samuel después de haber liderado una batalla contra los amonitas. El nuevo monarca rápidamente organizó una incipiente corte y un pequeño ejército permanente. El texto que encabeza esta página, que es la primera lectura de este domingo, menciona tres mil soldados: “Saúl emprendió la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados israelitas, para dar una batida en busca de David”. (¡Sin duda un dato exagerado!)
En todo caso, aquí tenemos al rey de Israel arrastrado por la envidia y los celos persiguiendo a un David que cada vez iba cobrando más simpatía de parte del pueblo. Todos sabemos lo emblemática que llegó a ser su figura (¿idealizada por el texto bíblico?). Algunos lo catalogan como una especie de Robin Hood que utiliza sus habilidades para hacer justicia a la gente indefensa, conquistar pueblos y luego repartir parte del botín entre los necesitados. Todo esto lo llevó a ser reconocido como rey de las poblaciones al sur de Jerusalén, teniendo como primer núcleo a Hebrón.
La figura de David fue tan importante para el pueblo de la Biblia que le dedica nada menos que 41 capítulos (desde 1Sam 16 a 2Re 2) en la narración de sus peripecias, además de ser uno de los personajes más mencionados de toda la Biblia. Ya su mismo nombre tiene una carga significativa importante: David significa “el amado”. En las narraciones que versan sobre él es admirado por todos, obviamente exceptuando a sus enemigos. Pero no solo eso, David es de una personalidad sumamente enigmática, en él se hacen presente al mismo tiempo la violencia y la ternura, la belleza y la agresividad, el liderazgo y la amistad. Algo de todo esto deja traslucir el texto que encabeza esta página: tiene la posibilidad de eliminar a quien lo persigue a muerte, pero decide solo llevársele la lanza y el jarro de agua mientras aquel duerme. Claro, ambos objetos tienen un alto valor simbólico: la lanza es el medio de defensa del rey y el jarro de agua su medio de vida. Al llevárselos, David ha dejado claro que tiene las herramientas para arrancarle la vida, pero no quiere llegar hasta ese extremo.
El asunto que desató la persecución de Saúl sobre David es que este último comenzó a ser más valorado que el primero, tanto por sus triunfos, habilidades y buen porte. En el relato se nota que incluso el mismo Dios está de parte de David. Dos notas parecen darnos la razón: primero Abisay dice a David: “Dios te pone el enemigo en la mano”; luego es el narrador quien dice: “estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo”. Pero David respeta la vida de Saúl por ser el ungido del Señor. Uno de los que mejor ha recogido en un título lo enigmática de la figura de David ha sido el cardenal Carlo Maria Martini, al titular uno de sus libros: “David, pecador y creyente”.
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