Esto dice el Señor: Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz. (Miqueas 5, 1-4)

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Miqueas ejerce su ministerio profético en alguna zona rural de Judea (¿Moreset?), al mismo tiempo que Isaías lo hace en la capital, Jerusalén. Para la misma época, en el Norte (Israel, Samaría), se dejan oír las voces de Amós y de Oseas. Los cuatro representa a la profecía clásica de la Biblia. Por lo incisivo de su mensaje se les ha venido a designar como “profetas incendiarios”. El mensaje profético de cada uno de ellos pudo verse suscitado por experiencias personales que marcarían sus vidas. En el caso de Miqueas, quizás se trate de “uno de tantos indefensos de la clase rural que habían perdido su propiedad familiar, devorada por los acaparadores de tierras”. Sufriría en carne propia los estragos causados por los latifundistas y corruptos que detentaban el poder político y militar.

En su talante profético, Miqueas se parece mucho a Amós. Sus denuncias no conocen edulcoraciones ni paños tibios: “Codician campos y los roban, casas y las ocupan”…; “arrancan el manto al justo y echan del hogar a las mujeres de mi pueblo” (2, 1-11). Más gráficos y contundentes son estos otros versículos: “Arrancan la piel del cuerpo, la carne de los huesos, se comen la carne de mi pueblo, lo despellejan, le rompen los huesos… Edifican a Sión con sangre y a Jerusalén con crímenes” (3, 1-4. 9-12). Vemos cómo a Miqueas le importan las personas y el dolor que sufren. Por eso no duda en denunciar la división de la sociedad entre los que detentan los poderes (dominadores) y los dominados.

Por un lado están los opresores, los que detentan el poder político (los responsables del pueblo, militares y civiles), el poder judicial (los jueces), el poder económico (los terratenientes), el poder religioso (sacerdotes y profetas vendidos); en el otro extremo está “mi pueblo”, así lo llama Dios por boca del profeta. Dejemos que sea el propio Miqueas quien nos describa la situación: “Sus jefes juzgan por soborno, sus sacerdotes predican por salarios, sus profetas adivinan por dinero y encima se apoyan en el Señor diciendo: ¿no está el Señor con nosotros? No nos sucederá nada malo” (3, 1-12).

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