El Padre Guillermo me mostró una vez un pequeño libro que había comprado en Londres, The tree of languages (El árbol de las lenguas) y me lo prestó para yo fotocopiarlo; así lo hice, pero no me copiaron la hoja de los créditos de la obra. Luego quise citar el librito en un trabajo, pero no pude, por lo antes expresado. Encargué entonces a un seminarista de la Diócesis de Baní que me hiciera el favor de localizar el libro en el Obispado y copiarme la paginita faltante. No recuerdo por qué motivo el seminarista no lo hizo. Pero ahora, buscando con Modesta, entre los libros apareció la mencionada obra y, con su consentimiento, me quedé con ella.
Había entre los libros antiguas colecciones, especialmente de Rodríguez Demorizzi, y Modesta –por el mismo estado del papel y considerando que no sería de mucha utilidad para jóvenes estudiantes– me dijo que me quedara con ellas. Y así lo hice. Después de laboriosas horas de trabajo de ambos, los libros que no estaban destruidos fueron llevados por ella a los dos lugares ya mencionados. (Se hizo el acta notarial correspondiente, que conservo, y también fotos de los montones de libros dañados por las termitas).
Cuando el Nuncio vino a visitarme, según ya he referido, me habló antes del almuerzo: le había llegado una carta en que hablaban mal de mí a causa de la biblioteca del padre Guillermo Soto. Sin pensarlo le dije: “César Celado”. Y me dijo: “Ése mismo”.
No sé por qué me vino a la mente su nombre, porque no tenía nada que ver con esto. Cuando le expliqué al Nuncio lo que había pasado con la biblioteca, me dijo: “Pues no voy a contestarle”.
Don César González Celado, gestor cultural y extraordinario defensor y propulsor de la cultura en Baní, siempre me distinguió con su amistad. Pero para ese tiempo ya estaba debilitándose su salud y su mente, y creo que alguien lo indujo a escribir la referida carta.
En su tiempo final en este mundo, pude visitarlo en Santo Domingo, y aun pudo reconocerme. Le aseguré el auxilio de nuestras oraciones, y al poco tiempo falleció.
Recuerdos del
lenguaje
En este escrito he hecho referencia a algunas palabras, señalando la circunstancia del aprendizaje por parte mía, o algo parecido. A continuación recojo algunas cosas más.
Ya mencioné que he tratado personas a las que se les dificulta usar con propiedad las palabras. A unos les sucede por encontrarse todavía en un punto bajo de su formación, y también por provenir de ambientes de limitada educación formal. Me viene a la mente el caso de un jovencito que se enganchó a la policía; recibió su entrenamiento en Santo Domingo y luego volvió a su campo. Al pasar frente a una casa de sus vecinos vio un niño trepado en un árbol y le dijo: “Muchacho, cuidado si te caes de ese palo clandestino.” Utilizó, como en algunos campos, palo por árbol, pero el calificativo no pega con nada. Simplemente quiso poner en práctica un término aprendido en el entrenamiento.
Otro caso es el de una dama de mi propio vecindario, al ver que el gallo se metía a la sala, lo echó varias veces, y al notar que el animal volvía a entrar –por más que lo espantara– dijo: “¡Jesús, pero qué gallo tan empótico!” Los presentes se rieron y celebraron el invento de la dama: empótico.
Leyendo yo, mucho después, uno de los libros de Rodríguez Demorizi en que los Inspectores de Educación reportan a la Secretaría un elenco de términos usados en el habla del español de sus demarcaciones, encontré empótico, como sustitución por despótico.
Como puede verse, no era invento de la mujer que lo dijo, sino un término usual entre las generaciones anteriores. Deformado de manera semejante puede estar, en boca de estos hablantes, el término bermejo con significado de rubio o rojizo; nunca se usa entre nosotros, pero se usaba mermejo, para significar algo grande, enorme.
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