Algo muy chistoso

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Me han pasado hasta cosas chistosas en este mi­nisterio. El siguiente suceso lo conté a Doña Camelia y al Sr. Manuel Arsenio Ure­ña (E. P. D.) –bienhechores de  la Diócesis– en una visita que me hicieron, y lo disfrutaron mucho.

A poco tiempo de llegar a Baní como obispo, invité al Nuncio, Mons. François Bacqué a almorzar en mi casa. Él nos había invitado a lo mismo, a mí y a mi fami­lia y yo había llevado también a Mons. Juan Severino. Como en la Nunciatura nos habían servido unos mozos con guantes blancos, le dije a Mons. Seve­rino: “Aunque no sea con guantes blancos, pero consiga un mozo para que sirva en el almuerzo del Sr. Nuncio”. Él lo encargó a una persona, y el día indicado, ahí estaba el mozo. Noté que tenía la cara algo manchada y, según mi escasa experiencia, los mozos se veían de otra manera…

Pero pase. A la hora in­dicada nos sentamos a la mesa el Sr. Nuncio, un ser­vidor,  Mons. Severino y el Padre José Delio Familia, canciller.

La cosa empeoró, pues vi que el mozo sonreía, y noté que le faltaban algunos dientes…

Luego de unos minutos el mozo salió de la cocina trayendo un enorme plato repleto de comida hasta arriba (una loma como para cualquier agricultor). Fue directo y lo colocó sobre el individual del Nuncio. Al ver esto, yo no hallaba qué hacer. Después de unos instantes, me levanté discretamente y caminé hacia la cocina. Al llegar al lugar en donde estaba la comida y el mozo, solo se me ocurrió preguntarle por la ensalada. Me contestó: “Aquí está toda. No cupo…”. Continuó luego llevando su loma a cada comensal.

Después que el mozo salió de la cocina le dije al Nuncio: “Excúsenos, Sr. Nuncio, que no estamos acostumbrados a estas cosas…” Dijo que no era nada. Que no nos preocu­páramos.

Acabado el almuerzo, el Nuncio reposó un poco. Luego se despidió de noso­tros  y se marchó.

Quedamos solos Mons. Severino y yo en el patio junto a la casa del obispo. Solo atiné a decirle a éste: “La próxima vez que toque contratar a un mozo, por favor, que le revisen siquie­ra los dientes…”.

Pero finalmente se acla­ró todo: el mozo era ciertamente experto, pero su especialidad era ¡servir tragos en la gallera!

Por supuesto: no ha ha­bido una “próxima vez”…

La biblioteca del Padre Guillermo Soto

A poco tiempo de llegar como obispo a Baní, me visitó la Lic. Modesta Soto, sobrina y hermana de crianza del Padre Guillermo Soto Montero. Le dije que tenía un gran aprecio al Padre Guillermo, a quien conocía desde que era yo semina­rista, y que en una ocasión en que regresó de Bélgica, siendo yo ya sacerdote, estaba tan contento que me llevó a tomar algo a una ca­fetería cercana. El motivo de su alegría era que había localizado y copiado gran parte de los documentos del archivo del Padre Louis de Buggenoms (1816-1882), sacerdote redentorista belga que fue designado para re­gir la Arquidiócesis de Santo Domingo. Hablé también brevemente con la Sra. Modesta sobre los tristes sucesos que terminaron con la vida del Padre Guillermo. Pero el motivo de su visita era la biblioteca del Padre Guillermo Soto. Le dije que desde que llegué como obispo pregunté por dicha biblioteca y me contestaron que tenían los libros guar­dados en un lugar, por no tener –por el momento– donde exponerlos para consulta.

Me quedé preocupado, pues no es posible conservar libros empaquetados por mucho tiempo. La Sra. Modesta me dijo que ella era la que más había insistido para que dicha biblioteca fuera entregada al Obis­pado, pero que, viendo aho­ra que no se le estaba dando el debido uso, ella prefería que fuera destinada al Co­legio N. S. de Fátima y el Liceo público de Baní. Le dije que me parecía muy bien, y pusimos fecha para entrar al lugar en donde estaban guardados dichos libros.

Al salir de la oficina al final de la mañana, comenté el hecho a las dos personas del obispado, del departamento al que estaban asignados dichos libros, a quie-nes encontré a mi paso; me dijeron que para la dona­ción de esos libros se había hecho una acta notarial. Yo les contesté sanamente que se haría otra.

Un día, mientras Modes­ta y yo estábamos enfrascados en el rescate de los libros, comidos en gran me­dida por los comejenes o termitas, pasaron las mismas dos personas con quie­nes hablé de la nueva acta notarial; al saludarnos y preguntar cómo estábamos, les contesté: “Aquí, tratando de salvar aunque sea una parte de los libros”. Tenía­mos una cantidad de ellos apilados, pero solo se veían nidos de comejenes.

El Padre Guillermo me mostró una vez un pequeño libro que había comprado en Londres, The tree of languages (El árbol de las lenguas) y me lo prestó para yo fotocopiarlo; así lo hice, pero no me copiaron la hoja de los créditos de la obra. Luego quise citar el librito en un trabajo, pero no pude, por lo antes expresado. Encargué entonces a un seminarista de la Diócesis de Baní que me hiciera el favor de localizar el libro en el Obispado y copiarme la paginita faltante. No recuerdo por qué motivo el seminarista no lo hizo. Pero ahora, buscando con Modesta, entre los libros apareció la mencionada obra y, con su consentimiento, me quedé con ella. Había entre los libros antiguas colecciones, especialmente de Rodríguez Demorizzi, y Modesta –por el mismo estado del papel y considerando que no sería de mucha utilidad para jóvenes estudiantes– me dijo que me quedara con ellas. Y así lo hice. Después de laboriosas horas de trabajo de ambos, los libros que no estaban destruidos fueron llevados por ella a los dos lugares ya mencionados. (Se hizo el acta notarial correspondiente, que conservo, y también fotos de los montones de libros dañados por las termitas).

Cuando el Nuncio vino a visitarme, según ya he referido, me habló antes del almuerzo: le había llegado una carta en que hablaban mal de mí a causa de la biblioteca del Padre Guillermo Soto. Sin pensarlo le dije: “César Celado”. Y me dijo: “Ese mismo”. No sé por qué me vino a la mente su nombre, porque no tenía nada que ver con esto. Cuando le expliqué al Nuncio lo que había pasado con la biblioteca, me dijo: “Pues no voy a contestarle”.

Don César González Celado, gestor cultural y extraordinario defensor y propulsor de la cultura en Baní, siempre me distinguió con su amistad. Pero para ese tiempo ya estaba debilitándose su salud y su mente, y creo que alguien lo indujo a escribir la referida carta. En su tiempo final en este mundo, pude visitarlo en Santo Domingo, y aun pudo reconocerme. Le aseguré el auxilio de nuestras oraciones, y al poco tiempo falleció.

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