Presencia que lleva a la comunión

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HERMANAS PAULINAS

106 Años de donación por el Evangelio

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Un poco de historia

Las Hermanas Paulinas nacimos en un pueblo del norte de Italia llamado Alba. En el lejano 15 de junio de 1915, un pequeño grupo de jóvenes catequistas lideradas por Teresa Merlo (quien lue­go se llamaría Maestra Tecla Merlo, en honor a la primera colaboradora de San Pablo), bajo la guía del joven sacerdote Santiago Alberione (hoy Beato), dieron inicio a lo que sería nuestra comunidad.

Eran tiempos de guerra y, bajo el pretexto de juntarse para aprender a coser y hacer ropa para los soldados, las jó­venes profundizaban en la fe: oraban juntas, leían y me­dita­ban la Palabra de Dios, ahon­daban en la Catequesis, compartían la vida, iban a las pa­rroquias de los alrededores como catequistas, mientras esperaban la hora de Dios: el momento en que pudieran de­dicar todo su ser, dones na­tu­rales, creatividad, personalidad, fuerzas… a la evangeli­zación con la Palabra de Dios.

Tres años después, el 29 de junio, fiesta de los Santos Pedro y Pablo, tres de las pri­meras jóvenes hacen votos privados de castidad, pobreza y obediencia. Lo hacen en un momento de oración comunitaria sobria, sencilla, sin grandes anuncios. Así, la semilla comienza a brotar y a dar los primeros signos de esa vitalidad del Espíritu de Dios, a favor de todo su pue­blo santo.

Seis meses después, el pa­dre Alberione recibe la invi­tación del obispo Castelli para recuperar una iniciativa de la diócesis de Susa, en el corazón de las montañas: el periódico La Valsusa, cuya publicación había sido inte­rrumpida por falta de perso­nal. ¡Nunca habían hecho algo así! Pero allá fueron las jovencitas. Aunque se sentían poco capaces, iban confiadas totalmente en Dios: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se manifiesta en la debilidad» (2ª Corintios 12,9).

Quince días después, por gracia de Dios, el periódico vuelve a las calles. Así, el sueño que Dios colocó en el corazón de estas chicas co­menzó a hacerse realidad. Hoy, las Paulinas somos alre­dedor de 2,200 religiosas presentes en los cinco continen­tes, en 52 naciones. No somos muchas, es cierto, pero en esta pequeñez se sigue mostrando la potencia amorosa de Dios.

Paulinas, con ritmo y sabor dominicanos

Las Paulinas estamos en República Dominicana desde el 27 de abril de 1994. Nos recibió, con los brazos abiertos, nuestra amada ciudad co­razón: Santiago de los Caba­lleros. Las primeras en llegar fueron Sor María de Jesús Valeriano y Sor Dolores Méndez. Luego, se incorporaron sor Inés Botero, Sor Ivana Gastaldelli y Sor María Hernández. Una comunidad del todo internacional, al estilo de San Pablo: «No hay ju­dío ni griego… porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús».

Enseguida comenzó una fuerte tarea de renovación catequística, ante todo, en la Arquidiócesis, teniendo co­mo impulsora la muy recordada sor Ivana. También, presencia en radio y televi­sión, misiones bíblicas, pe­queños pasos en la Editorial y, muy especialmente, nues­tro centro apostólico: las “Paulinas” de la calle 16 de Agosto. Siempre apoyadas, sostenidas y animadas por nuestro buen pastor, Mons. Juan Antonio Flores. Diez años después, fuimos también a Santo Domingo, en “las Paulinas”, de la Av. Bolívar. En esa oportunidad, iban sor María Gracia Nume, Sor María Hernández y Sor Maury Ibarra.

En la actualidad, segui­mos siendo una presencia in­ternacional, pequeña pero só­lida, donde los valores de la inserción en la vida de la Iglesia, el apoyo de la formación en las parroquias y grupos apostólicos, la presencia en todos los espacios públicos donde podamos testimoniar y hablar de la Palabra del Señor, están más vigentes que nunca.

Y, eso sí, ¡amorosamente “aplatanadas”! Agradecemos al Señor por mostrar, una vez más, en nuestra pequeñez su fuerza.

¿Por qué “Paulinas”?

Es lógica esta pregunta, en un país donde Paulino no es un adjetivo sino… ¡un apellido! Lo mismo podríamos decir de nuestro “Paulinas”. Pues, ¿te acuerdas de lo que leíste, anteriormente, sobre el periódico diocesano La Valsusa? Bueno, las muchachas habían abierto también una oficina que servía como corresponsalía, administración, venta de periódicos y librería. Y allí tenían un hermoso cuadro de San Pablo, en todo el centro del local. La gente de Susa, que rápido les había tomado cariño, no sabían qué nombre darles a estas jovencitas tan buenas y tan de Iglesia, que habían asumido el periódico. No se vestían como monjitas… ¿cómo se les podía decir? Entonces, por la devoción que mostraban a San Pablo, comenzaron a llamarlas “Hijas de San Pablo”. Después de todo, no por casualidad tenían ese bello cuadro allí… ¡algo debían tener en común con él! Por eso, nuestro nombre nace de nuestra relación con San Pablo, como inspirador en el seguimiento de Jesús, pero es la gente, el pueblo, quien nos “bautizó” así. Y no podría ser diferente, pues el corazón de San Pablo es el corazón de Cristo. Ese es nuestro ideal, poder decir como él: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2,20).

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